Por: Andrés Avelino

Catedrático de la Universidad de Santo Domingo

La arreligiosidad del formalismo kantiano

El problema antinómico de la ética formal-material está, como se ve, íntimamente vinculado al problema antinómico genuinamente metafísico de la relación e interdependencia de bienes, fines y valores. Por no ver este problema antinómico metafísico, o por no querer discutirlo, dado su dogmatismo antimetafísico, reniegan Kant y Scheler de toda ética de bienes y de fines. Creemos que antes de sacar, sea los bienes y los fines o los valores del mundo de lo ético, se impone por lo menos en la filosofía, una discusión antagónicamente problemática de las razones que nos facultan para hacer tal cosa. Inclusive si no encontramos las razones válidas para ello, debemos, reconocida la existencia en común de tales elementos en un mismo mundo discutir sus relaciones y las posibles dependencias que haya entre ellos. Nada de esto hicieron ni Scheler ni Kant. Kant sobre todo rechaza con su formalismo absoluto toda materia de bienes y fines en lo ético. Scheler, sin embargo los rechaza como materia de lo ético y aunque considera bienes y fines como cosas valiosas, hace depender éstos de los valores. Todo sucedió porque, no se quiso hacer ni metafísica ni filosófica de lo ético. El creador del formalismo moral se apoya sólo en el juicio antinómico que afirma que los contenidos éticos objetivos destruyen con su manifiesta heteronomía la autonomía de la persona moral.

El protestantismo de Kant lo lleva a la exageración de la autonomía del yo. Esta exagerada autonomía moral de la conciencia del hombre no podía darse sino en perjuicio de la existencia de un bien supremo, de la concepción de altos fines altruistas y de la afirmación absoluta de Dios. La metafísica de Kant culmina con el pensamiento antinómico que sustenta un imperio absoluto del hombre en la forma ética de una autonomía absoluta de la conciencia personal que rechaza como consecuencia la nomia contraria de la realidad objetiva de un Dios trascendente como bien supremo.

Por ello Kant no quiere una ética de bienes y de fines, porque su aceptación conllevaría necesariamente la existencia de un Dios trascendente. Esta es mi interpretación personal no la que de modo expreso sustentó Kant. Es también la razón por la que la teoría moderna de los valores, que surge en medio del apogeo del positivismo no quiere con excepción de Münsterberg hacer metafísica de los valores, sino ser, en la mayoría de los casos, mera teoría científica de los valores. Por todas partes se intenta con ese torpe sentido positivista investigar los valores tan sólo en los bajos subsuelos de las menudencias ónticas de lo científico.

Su formalismo ético, parece ser, pues, una consecuencia ineludible de su ateísmo o de su deísmo. En Kant como en todo deísmo el imperio de lo ético autónomo ahoga la religiosidad. El elevar demasiado la autonomía ética del hombre debía llevar al destronamiento de toda realidad de bien supremo. El entronomiento absoluto de la autonomía ética del hombre, cuya conducta absolutamente autónoma no depende sino de sí mismo conlleva el derrocamiento de Dios.

Esta vida moderna, atea, arreligiosa y amoral es una consecuencia deplorable de tal filosofía.

No se quiere que nuestros valores, nuestras intuiciones, preferencias y jerarquizaciones de valores dependan de nada extraño a nosotros mismos. Todo ha de depender de nuestro yo, de nuestra voluntad o de nuestra conciencia moral, porque el sentido de la dependencia heterónoma es uno de los más genuinos sentidos religiosos.

Por ello enuncia Kant este fatídico pensamiento antinómico, que revela el destronamiento de Dios: «dos cosas llenan mi alma de admiración y respeto, el cielo estrellado que está sobre mi cabeza y la ley moral que alienta en mi».

Se ve que lo que admira y respeta Kant sólo son dos cosas: la maravilla del cosmos natural y la ley moral autónoma que es inmanente en él. No queda admiración y respeto para Dios. Puede argumentarse que el pensamiento kantiano no niega la posibilidad de otra admiración y respeto. Sin duda no es negada de modo expreso. Pero del espíritu de la obra kantiana se desprende que el bien supremo es sustituído por la suprema ley moral, por el imperativo categórico. No en otra cosa estriba el fundamento metafísico de su formalismo ético.

Ni siquiera las máximas ni los imperativos hipotéticos pueden ser objetos de la ética kantiana. Se refiere a ellos sólo con el fin de distinguirlos de los imperativos categóricos, únicos objetos que pueden existir en el mundo ético formal de Kant. Tales imperativos categóricos como meras formas racionales a priori, exenta de todo contenido, no pueden depender de ningún contenido ético sólo están regidos por la forma de las formas, la forma suprema, vacía en absoluto de todo contenido, el imperativo categórico: obra de tal modo que la máxima de tu conducta pueda servir de legislación universal. Con este imperativo categórico supremo Kant destrona a Dios. La máxima suprema de la conducta humana no emana ya de Dios, el Bien Supremo, platónico, sino del hombre mismo, en una posible conformación de su conducta con una legislación universal.

La ausencia de contenido de tal ética no se funda sólo en lo expresado por Kant, (porque lo ético debe ser independiente de la experiencia), sino porque al aceptar el contenido ético se reconocía los bienes y los fines como contenidos éticos y el Bien Supremo, Dios, como el supremo contenido del que dependen los demás contenidos éticos. Toda ética como ciencia autónoma es independiente de la religión. Pero hay, sin duda, relaciones ónticas entre lo ético y lo religioso. Toda religión comprende ónticamente una ética. Hay religiones, como la china, que se han reducido a mera ética y como el protestantismo en que lo ético adquiere una importancia mayor que en la religión cristiana apostólica. Hay éticas, como la de Aristóteles, y las éticas de bienes y fines, en que resplandece esa interrelación entre lo ético y lo religioso, pero hay otras, como la ética formal kantiana y la ética de Hartmann en que no hay cabida para la conexión con la religión. La primera sustituye el bien supremo por el imperativo categórico y la segunda niega la necesidad de Dios. La relación entre el Bien Supremo, los bienes particulares y los valores constituyen esa conexión entre la ética y la religión. Aunque Scheler sustenta en su ética la existencia de un Dios personal, como su ética es estrictamente científica, por otro lado, sólo ve los bienes y fines particulares y no el Bien supremo, Dios. La bondad esencial de Dios como algo que se intuye con toda evidencia constituye en él al Bien Supremo, Dios, enlace óntico entre la religión y la ética.

Pero, ¿carece ciertamente de contenido la ética kantiana? Si por contenido sólo se entiende lo que se ha entendido siempre en la filosofía, contenido óntico sustancial, la ética formal kantiana carece de contenido. Pero las formas son también contenidos, aunque de otra índole, contenidos ónticos significativos. Los imperativos categóricos son contenidos formales, los específicos contenidos de la moral formal kantiana.

Queda, sin embargo, por discutir si es posible una ética de puros contenidos formales, que dirija nuestra conducta. Nosotros podemos conocer el imperativo categórico kantiano, pero no es su conocimiento el que sirve de guía ni dirige nuestra conducta al obrar. Un campesino puede ignorar el imperativo categórico kantiano y vivir sin embargo, una vida valiosa. Esto indica que no son los imperativos categóricos los que dirigen conscientemente nuestra conducta. ¿Dependen lo bueno y lo malo de meras formas imperativas? ¿Qué relaciones tienen esos imperativos categóricos y el imperativo categórico supremo con lo bueno y lo malo? Para Kant sólo la buena voluntad es buena. La ética de los valores afirma que lo bueno y lo malo son los valores éticos. La ética de los bienes, por el contrario, ve diferentes entes dependientes del bien supremo o considera diversos fines como fundamento de lo moral. Mientras la ética de los bienes y de los fines hace depender de éstos a lo bueno y lo malo, la ética de los valores identifican el valor con lo bueno y lo malo, pero no da las razones de esta identificación. Simplemente afirma el pensamiento antinómico de que existe un valor bueno y un contravalor malo. El imperativo categórico supremo es la forma universalmente válida de todo contenido posible de lo bueno.

Si lo ético o lo moral son los valores bueno y malo, ¿qué es lo que hace que los valores bueno y malo sean valores éticos? ¿Es qué estos valores cuando son cumplidos benefician o no al espíritu, contribuyen o no a la comodidad espiritual, a ese contenido del alma que los griegos llamaron eudemonia? ¿Es que lo bueno y lo malo consisten meramente como cree Max Scheler, en el cumplimiento del valor positivo y el negativo?

Lo bueno y lo malo no pueden tener en Kant relación con el imperativo categórico, a menos que no sea la relación formal de que el imperativo categórico como ley universal comprende necesariamente todo posible contenido de lo bueno. Pero esta es una relación y comprensión absolutamente teórica, ideal y no real. Tampoco puede tener lo bueno y lo malo ninguna dependencia del imperativo categórico, pues el contenido óntico real de lo bueno y lo malo no puede depender de una mera forma ideal.

Queda por discutir el pensamiento antinómico de si esas formas imperativas son leyes sustantivas o son formas objetivas de algo óntico de lo cual ellas dependen.

Las categoriales del pensamiento ético kantiano.- El problema antinómico de si los valores dependen o no de los bienes.

Antes de hacer la exigencia de un criterio de distinción entre máximas particulares y universales, debemos discutir el problema antinómico de si existe o no ciertamente esa conciencia autónoma moral trascendental de que nos habla Kant, pues muy bien podría ser que tal conciencia trascendental no sea más que una categorial falsa del sistema antinómico de pensamiento kantiano.

Es lógico que en el sistema de categoriales de pensamientos antinómicos que exige que la fuerza obligatoria de lo moral no nos venga de ninguna voluntad extraña al individuo, sea necesario crear la categorial antinómica de una conciencia autónoma, que se baste a sí misma y que no pueda depender como toda conciencia individual de una voluntad extraña ni de un bien supremo ajeno a esa misma conciencia. El bien supremo para el hombre kantiano es la conciencia moral autónoma.

Esta es una conciencia de formas universales puras, semejante a aquella categorial «conciencia pura» de los fenomenólogos, conciencia no psicológica ni individual (la de los fenomenólogos) expresamente concebida para intuir esa otra categorial «esencia eidética pura». La kantiana es también una categorial «conciencia moral autónoma», no psicológica, ni individual, sino trascendental, creada expresamente para aprehender «leyes formales de validez universal» independientes de toda voluntad extraña.

Puede ser, por el contrario, que el sistema de categoriales de pensamientos antinómicos kantiano sea verdadero y que la categorial «conciencia moral autónoma» sea real porque haya sido deducida de la categorial real (para Kant) de que depende: «la no existencia de un bien supremo ni de una voluntad de que dependan los entes morales».

Se ve por esto que el nudo gordiano, el problema antinómico de la filosofía ética de Kant está en el problema de la fuerza obligatoria de lo moral.

Hemos visto cómo y por qué rechaza Kant la ética de bienes y de fines. Veamos ahora cómo y por qué la repudia Scheler. Es que el gran ético personalista, ¿rechaza de la ética los bienes y los fines, porque considera que los valores serían dependientes de los bienes y los fines si existiesen juntos? Afirma éste el pensamiento antinómico de que siempre que la bondad o la maldad moral de una persona, de un acto volitivo, de una acción se hace depender de un mundo de bienes o males existentes, la bondad y la maldad dependen de la existencia particular y contingente de ese mundo de bienes así como también del conocimiento empírico de ese mundo.

Tanto Kant como Scheler han creído erróneamente que los valores son dependientes del estado de los bienes, cual que ellos sean: la Iglesia, la Cultura, el Estado, el bienestar de una comunidad. El valor de la voluntad, por ejemplo, será dependiente de que la voluntad conserve o fomente ese mundo de bienes. Toda modificación en ese mundo de bienes modificaría el sentido y la importancia de bueno y malo.

Ya lo hemos dicho anteriormente, es un problema antinómico decidir si los valores dependen o no de los bienes específicos y particulares de un determinado mundo de bienes. Sin duda, si los valores dependiesen de los bienes, la aniquilación de un mundo de bienes conllevaría la destrucción de los valores relacionados con ese mundo de bienes. Los valores variarían en función de las variaciones y contingencias de esos mundos de bienes. Tendríamos un relativismo de lo ético en que no han querido caer ni Scheler ni Kant.

Pero ciertamente, dependen los valores del estado evolutivo, de las variaciones de los bienes de una época?

No nos parece que los valores puedan depender de los bienes particulares, ya que éstos son productos de aquéllos. Cuando intuímos, preferimos y cumplimos el sentido de determinados valores, realizamos bienes. El cumplimiento del sentido de los valores religiosos cristianos nos da como bien la iglesia cristiana. Al cumplir el sentido de los valores de la justicia y el orden producimos El Estado, que es un bien. No se explica cómo Kant y Scheler hayan podido pensar que la destrucción de un Estado determinado cualquiera pueda conllevar la aniquilación de los valores de la Justicia y el orden.

Sólo porque se trata de un problema antinómico ha sido posible tal creencia en mentes tan preclaras. Es un problema antinómico decidir si es posible que los valores dependan de los bienes particulares: El Estado, la cultura, la iglesia, etc., etc., pero si parece ineludible que los valores dependan de un bien supremo.

La dependencia de los valores del bien Supremo, Dios, es una dependencia que conlleva menos consecuencias antinómicas, ya que como el Bien Supremo no es contingente, no sufre variaciones de ninguna especie y los valores pueden depender de él sin sufrir menoscabo en su carácter de realidades permanentes, eternas, invariables. En cambio la dependencia de los valores de los bienes transitorios particulares es genuinamente antinómica. Por otra parte los valores pueden en cierto sentido depender también de los bienes particulares, sin que la variación de éstos exija la variación de los valores con que están en relación. Todo dependería del tipo o grado de dependencia que los valores tuviesen con los bienes.

Podría ser que la relación o dependencia fundamental entre bienes y valores fuese simplemente que los bienes exigen la presencia de los valores, sin los cuales no serían de ningún modo existentes y los valores exigen a los bienes en cuanto provocan su realización y son indispensables para su existencia. Los bienes particulares necesitan de los valores para pasar de la no existencia a la existencia. Los valores existen por la necesidad de crear o realizar bienes. Los valores no se cumplen en la realidad sino los bienes. Una constelación de valores sin personas en quienes provocar actividades valiosas para realizar bienes, carece de sentido. Unos bienes sin valores que hayan provocado y dirigido su realización es inconcebible. Los bienes exigen valores tanto para su realización como para su mantenimiento, su evolución y su perfeccionamiento. Pero ese mantenimiento, evolución y perfección de los bienes, no transforma ni modifica a los valores, ni en su estructura, ni en su sentido, ni en su importancia. En la realización de los bienes encuentran los valores la razón de su existencia, como el Bien Supremo, Dios, suma y raíz de todos los valores, se manifiesta en la realización de todos los bienes particulares. Dios, supremo valor y Bien Supremo, siente la exigencia de la creación del bien que es el mundo y de los valores que encierra. Sólo en Dios se identifican el Bien y el valor. Por ello en el mundo bienes y valores se exigen mutuamente.

Pero esta exigencia entre los bienes y los valores, no es una exigencia empírica, óntica, real sensible, pues después que un bien está realizado en el mundo real sensible, como hecho real sensible, como cosa, deja de existir en su interdependencia con los valores. Las piedras que constituyen arquitectónicamente la Catedral de Santo Domingo, son ajenas a los valores religiosos que dirigieron su constitución arquitectural material. Lo único que queda en relación con los valores religiosos es la Iglesia como un bien, pero no la iglesia material de la Catedral de Santo Domingo, sino la iglesia como esencia ideal jerarquizada, que no se destruiría aunque se destruyese el monumento material de la Catedral de Santo Domingo y todas las Catedrales del mundo. Los bienes existen como realidades ideales, como esencias jerarquizadas, distintos de las realidades sensibles en que se materializan. La iglesia cristiana como un ideal religioso, como un bien del cristianismo, es una esencia formal, que se da en todas las realidades materiales de las iglesias cristianas del mundo. Aunque éstas se destruyan quedará incólume el Bien ideal, la esencia ideal jerarquizada, la esencia formal de la Iglesia cristiana.

Estos pensamientos antinómicos metafísicos acerca de las relaciones entre bienes y valores, son necesarios para la discusión del problema antinómico de la ética moderna que ha rechazado bienes y fines de su seno. Tales pensamientos no los doy con sentido dogmático; sólo podrán servir para situarnos en el centro del problema antinómico y para, a partir de ellos, tratar de vislumbrar las débiles luces que se pueden hacer en este problema antinómico, ya que Kant ni Scheler quisieron hacer metafísica ni filosofía de lo ético. Lo que hemos dicho respecto de la dependencia entre bienes y valores es lo que se puede decir en relación con la interdependencia de valores y fines.

Los bienes son siempre fines que se proponen las personas que intuyen y prefieren valores. Los valores no pueden depender de los fines como creen Kant y Scheler, pues los fines sólo son fines valiosos porque existen valores que dirigen a determinadas personas hacia la consecución de tales fines. La ética de fines no rebaja los valores bueno y malo aún en el caso de una ética en que los valores dependan de los fines como creen Kant y Scheler.

Toda ética puede ser, pues, ética de bienes, de fines y de valores, sin que por ello haya de ser empírica. Los bienes y los fines deben ser erradicados de la ética sólo si ésta pretende ser ética formal en el sentido de la ética formal absoluta de Kant. Pero una ética de este tipo deja en absoluto de ser ética.

Andrés Avelino

D. Valverde No. 1 Ciudad Trujillo Rep. Dominicana.

(*) Este es un fragmento de la obra «Filosofía de lo Ético» que actualmente publica la Universidad Nacional Autónoma de México.