Juan-Francisco-Sanchez

Por: Juan-Francisco-Sanchez

Así como de los innumerables hechos y cosas de nuestra vida personal sólo recordamos (para bien o para mal) aquellos que nos han impresionado lo suficiente para quedar grabados en el recuerdo, así también en la memoria de la humanidad sólo perviven para ser exaltados o execrados aquellos hombres y cosas que han fecundado la historia con huella indeleble.

Hoy nos reunimos aquí para recordar a uno de esos hombres que la humanidad tiene marcado siempre en tiempo presente en su lista de varones ilustres. Y no precisamente en el capítulo de los grandes conquistadores de pueblos y poseedores de la tierra, sino en otro capítulo que vale mucho más, mejor dicho, que es el que más vale: el de los grandes conquistadores del reino de la sabiduría y del amor.

Un día 7 de marzo del 1274, miércoles, entregó su alma al Creador, en el monasterio cistercense de Fossanuova, con la conciencia libre de cargas pesadas y los ojos fijos en Dios y su esperanza, Santo Tomás de Aquino. Y hoy, un 7 de marzo, -miércoles también por coincidencia-  en un lugar del mundo alejado miles de millas del escenario de su muerte, nos reunimos un grupo de hombres para desmentir a la muerte y testimoniar que los hombres viven perdurablemente cuando han vivido para el espíritu, participando por ello en la victoria y en la gloria de Dios.

Santo Tomás vive, quién lo duda? A nosotros bien nos consta. Cientos de años después de su muerte corporal, un grupo de sus hermanos dominicos atravesaron el mar y vinieron a esta isla a fundar en su nombre la primera Universidad en el Nuevo Mundo, Y todavía cientos de años después de ese hecho, nos reunimos en esa misma Universidad para recordarlo. Miles de obras se han escrito sobre su vida y su pensamiento, y una respetable escuela filosófica aún alienta viva y poderosa para defender y difundir su visión de la vida y de Dios.

Claro está, que en su pensamiento filosófico hay muchas cosas que han quedado atrás, que han sido superadas; pero hay otras, en cambio, que se mantienen en pie como rocas inconmovibles. Y esto no le ocurre a todos los filósofos; hay muchos que sólo figuran en la historia de la filosofía simplemente porque tomaron parte en el drama histórico del pensamiento humano; pero son personajes inferiores, figuran en la historia de la filosofía como figura un sirviente en una obra teatral porque entra en escena a abrir la puerta o a entregar un mensaje. Pero hay otros que es imposible olvidar; combatidos con calor o archivados provisionalmente cuando se pone de moda alguna nueva estridencia del pensamiento, surgen una y otra vez con vitalidad renovada. Uno de estos es Santo Tomás. ¿De dónde le viene a su doctrina esa fuerza escondida que la hace surgir de nuevo y revitalizarse cada vez?

El secreto está para mí, señores, en que la filosofía del Angélico Doctor está cargada de espíritu, está atravesada de una a otra parte por un aliento de espiritualidad trascendente que posee la virtud de llamar con hondo reclamo a las necesidades más imperiosas del alma humana. Lo que el alma del hombre anhela, sabiéndolo o no sabiéndolo, con conciencia o inconscientemente, es: seguridad para la mente en la claridad de la verdad última; orientación cierta para una acción liberadora de nuestra voluntad esclavizada; reposo amoroso y confiado en una esperanza de inmortalidad.

Hay filosofías fabricadas con conceptos admirables, elaborados coherentemente, trabados en una arquitectura cuya lógica satisface a la razón. Son obras de arte para ser admiradas….. pero que si satisfacen a la mente, en cambio no satisfacen lo fundamental del hombre, porque no llevan en sí el poderoso mensaje espiritual capaz de transformar el alma y llevarla a la realización de sus más altos fines.

La filosofía entendida como respuesta rigurosa y científica a los problemas que la misma mente se plantea, pero que deja de lado, o ignora, las cuestiones fundamentales del sentido y del destino, de la espiritualidad y la religiosidad, es un mero juego del pensamiento, una simple actividad estética, y hasta una falta de respeto al espíritu mismo.

Y esta es la falla de gran parte del pensamiento moderno. El pensamiento moderno nace con el «pecado original» de negar el misterio; y no tan sólo de negarlo, sino de declararle la guerra. De esta manera, con esa actitud, la mente cierra la puerta a la débil pero indispensable llamada que el solitario del desierto interior, el testigo, el espíritu le hace constantemente. La razón, desembarazada así de la enojosa carga del misterio, celebra la apoteosis de su absoluto dominio: la razón elaborando conceptos con los materiales extraídos de la percepción y la observación por medio del mecanismo lógico; como araña que fabrica su tela con materia de su propio vientre. La gran señora, ataviada con trajes de reluciente apariencia, deslumbra al mundo filosófico con las brillantes pedrerías del idealismo, el naturalismo y el historicismo.

Pero las leyes que rigen la navegación en el insondable océano de la vida verdadera, no nos permiten tirar por la borda la carga que nos molesta. Hemos de llegar al puerto con ella en buenas condiciones, o de lo contrario fracasar, porque sin la preciosa carga el cascarón del buque no vale nada.

El idealismo se descarga del misterio porque encerrado en sí mismo niega la trascendencia. El naturalismo, simplemente, lo ignora; le bastan las fuerzas físico-químicas y la materia coma causas eficientes y fundamento de todo. El historicismo, con su principio del devenir absoluto, lo historifica todo, la razón misma  histórica y todo queda explicado por el cambio y la transformación.

De esta manera, la Metafísica, la Teología y el misterio, o son negados, o absorbidos por una razón que se declara a sí misma absoluta. Pero con ello, la Razón se ha suicidado. Al desligar en el hombre lo histórico de lo metafísico la misma historia pierde su sentido, y en vez de ser lo que es: un drama sublime de lucha, ascensión dolorosa y liberación final, se convierte en absurda tragedia «para nada» al modo de Sartre.

Santo Tomás no niega que el hombre sea un ser histórico, simplemente hace ver que además y, fundamentalmente, es un ser suprahistórico. Naturaleza e Historia, Teología y Filosofía, se fusionan en el Ángel de las Escuelas de una manera armoniosa e integral, donde los seres se mueven en las respectivas esferas de sus naturalezas guardando el orden de las jerarquías. Y atravesándolos todos, mediata o inmediatamente, está el Ser de los seres, causa, vida y razón de la historia.

Para el helenismo, el sentido y el destino de la existencia humana alcanzaban su explicación en el mundo inteligible o en la naturaleza. Para el platonismo, por ejemplo, lo eterno eran las esencias, el mundo de las ideas. Por consiguiente, el sentido y el destino del hombre en el mundo se explicaban como la oportunidad que éste tenía para conocer las cosas externas, abstenerse de ellas por indiferentes o engañosas, y alcanzar el mundo de las ideas.

Para el estoicismo y los naturalistas, la realidad eterna era la naturaleza viva, que renacía continuamente. Por tanto, el esfuerzo del sabio debía enderezarse a conocer lo engañoso de las existencias, de lo sensible externo, para así alcanzar la virtud y la tranquilidad del ánimo.

No es sino con el cristianismo que se plantea la posibilidad de la coexistencia de las esencias con las existencias, de las cosas eternas con las perecederas, del hombre natural histórico con el hombre espiritual, de lo infinito y perdurable con lo finito y temporal. El hombre existe en la historia a causa de una caída original, y su marcha a través del tiempo y su inserción en la naturaleza constituyen precisamente la ocasión de su redención. No es posible, entonces, ni «fugarse» platónicamente al reino de las esencias inteligibles, ni aniquilar el mundo de la naturaleza. Hay, pues, que admitir lo corpóreo, temporal y finito, para ascender por su comprensión y superación al reino de lo eterno e imperecedero. Por eso, Santo Tomás empieza por el ser sensible, raíz de lo histórico y de lo finito; pero inmediatamente descubre que sólo puede ser comprendido en la inmaterialidad del entendimiento. Y así en todo lo demás: lo bajo, lo inferior, sólo puede explicarse por lo alto, lo superior; lo finito por lo infinito, lo temporal por lo eterno. La Teología explica la Historia, la Filosofía explica la Naturaleza y el hombre. La razón comprende para ayudar a la fe, o cree y comprende a la vez, pero jamás puede ir en contra de lo fundamental y esto es: el drama de la caída y de la redención, la historia dramática del espíritu encarnado que lucha y sufre por el rescate de su ser original.

Póngasele los nombres que se quiera al Ser y a la nada, pero lo cierto es que hay ser y no nada, y este ser reclama una positividad y unidad últimas. Póngasele los nombres que se quiera a lo material y a lo inmaterial, pero lo cierto es que la fuerza, la masa y el movimiento no pueden explicar los fenómenos de la vida y de la forma con finalidad, y lo inmaterial reclama una explicación satisfactoria que el materialista no puede dar. Póngasele los nombres que se quiera al cuerpo y al alma, pero lo cierto es que el hombre es un hecho específicamente diverso del animal, y la realidad humana no tendría sentido sin la espiritualidad.

Para el que piensa desde el espíritu -como Santo Tomás- este es un hecho que no puede ser negado, es una actitud apriorística y todo lo que tiene que hacer es tratar de convertirla en lógica.

La filosofía tomista, pues, es una doctrina cristiana, y sólo puede ser desvalorada cuando separamos el filósofo del santo. Pero esto no puede ser hecho válidamente, porque en las filosofías auténticas, el pensamiento del filósofo es la expresión de su propia vida. Hay que tomar, pues, al hombre entero, al filósofo santo, porque el meollo mismo de la filosofía de Santo Tomás es una iluminación.

El filósofo que sólo es filósofo, es diferente del filósofo que es santo. El primero, (el filósofo que sólo es filósofo), contempla al mundo desde el mundo; el segundo (el filósofo-santo), contempla el mundo desde Dios. Uno, busca una solución lógica desde la mente a los problemas que la misma mente se plantea; el otro, hacer concordar los problemas de la mente y el razonamiento discursivo con una norma central de verdad vivida que él tiene siempre a mano, y que, presentada a nuestra intuición sirve de guía a la mente. En aquél, la visión de la vida se apoya únicamente en razonamientos discursivos tendientes a una demostración que satisfaga las leyes lógicas del pensamiento; en éste, la visión cósmica se apoya en razonamientos que toman la forma del discurso, pero que son principalmente una apelación a la intuición del hombre espiritual para satisfacer sus demandas de vida auténtica y perdurable. En el primero, la mente no puede escapar de sus propias ataduras, porque la solución de los problemas fundamentales trae aparejado el  nacimiento de nuevas dificultades; en el segundo, la mente se libera del proceso de su propia atadura por el hallazgo de una solución iluminada en la cual queda disuelta la dificultad. Finalmente, en el primero el pensamiento lo es todo, y su concepción del universo exige el estar soldada con concatenaciones lógicas de razón a razón; en el segundo, el pensamiento es sólo un medio, y su concepción del universo está soldada con lazos de razón y de amor. Por eso, el pensador que es espiritual, podrá estar en desacuerdo con Tomás el filósofo en muchas cosas, pero respetará devotamente a Santo Tomás, el filosofo santo, en su actitud integral.

Y hoy, cuando presenciamos el insólito espectáculo de un mundo desquiciado; de la quiebra de los valores tradicionales, del imperio de la ciencia y de la técnica divorciadas de la Ética y del Espíritu; el hombre que tome en serio la vida debería pararse en la encrucijada de la historia y preguntar por el destino y el sentido de la existencia humana. A los que ni siquiera se les ocurre la pregunta porque les basta con el anhelo y logro de los valores sensuales, a esos no les decimos nada. A los que se la hacen, pero creen que la historia es el mero zigzaguear del devenir  natural explicable por la razón captadora de ideas y manejadora de conceptos, va la admonición: ¡despierta!, mírate a ti mismo y verás que tu mente está complacida con una explicación, pero no calmada, y tu corazón está excitado pero vacío y hambriento de alimento espiritual.

Y a los que están turbados por el ruido, pero que sin embargo buscan el Espíritu, aunque sea a su manera peculiar; a los que se preguntan: ¿De dónde venimos? ¿Qué soy? ¿Qué me cabe esperar? ¿Cuál es el sentido y destino de la existencia humana en la historia?, a esos le decimos: ¡estás parado en la encrucijada fundamental!. Porque la filosofía no es un mero ajedrez mental donde basta aprender las leyes del movimiento de las piezas para conducir la partida y solucionar los problemas propio de la vía lógica.

Según Santo Tomás, las leyes del ser son leyes de la vida hechas por Dios; por eso, en el hombre, las leyes del pensamiento deben ser leyes ontológicas del espíritu mismo. Si Santo Tomás usó la lógica aristotélica y creyó en ella, fue porque creía que sus leyes no podían repugnar las verdades espirituales, sencillamente por ser ambas leyes del ser. Como él estaba en comunión con el espíritu, no se le ocurrió pensar que una mente silogística sin iluminación espiritual se podía encontrar en dificultades con su propio mecanismo conceptual.

Apoyado en la convicción de que los artículos de la fe son los primeros principios de la ciencia de Dios, logra fusionar en una armoniosa unidad a la Teología, la Naturaleza, la Metafísica, la Filosofía primera, la Lógica y la Historia. Más lo logra, no por la unidad del concepto lógico del ens communis, del ser indeterminado, sino porque según los primeros principios de la Revelación, el concepto lato del ser está ligado en si a la noción del ser primerísimo, cuya universalidad permitirá cubrir todos los entes por analogía, ordenándolos desde arriba.

Así pues, el impulso trascendente, el motor que obliga a trascender el proceso eidético (el orden de las esencias) en Santo Tomás, es Dios Su óntica, es una óntica centrada en la unión indisoluble entre esencia y existencia en la cual, por abstracción de los «qué» del ens comunis, la mente se va elevando hasta Dios. Pero este proceso «lineal» no se efectúa en virtud de que la idea tenga en sí misma el poder dialéctico como en Hegel, -cuya filosofía va también por la línea de las esencias-, sino porque de antemano la meta, Dios, funciona ocultamente como punto de partida: la idea de Dios conduce y atrae, a la vez, todo el proceso eidético hacia El de una manera «convergente» por obra y gracia de la mente iluminada por la fe, ya que el ser puro está hecho para la inteligencia pura y ésta para aquél. Por eso la bienaventuranza culmina en la visión intelectual de la Inteligencia subsistente.

La doctrina de la iluminación espiritual permite al intelecto razonador enlazar la Filosofía especulativa con la Teología natural para lograr la hermosa construcción  sintética y total que él logró. La legalidad de este paso se ha discutido y se seguirá discutiendo, pero la historia del pensamiento humano demuestra que las cuestiones fundamentales del sentido y del destino se han de ver y tratar espiritualmente, o de lo contrario la filosofía será siempre una dolorosa e inevitable disparidad de opiniones.

Para evitar esto último, Santo Tomás diría que hay que permitir que lo que está hecho para iluminar, ilumine y lo que está hecho para recibir y asimilar, reciba y asimile. Porque lo que importa en el conocimiento no es el saber de dominio y utilización (que entonces el saber no tendría ningún fin noble), ni el saber por el mero saber (que entonces el saber fuera fin en sí mismo), sino que lo que importa en el saber es el referirlo a una instancia superior que sea su finalidad última y su justificación: el desenvolvimiento de las operaciones y voluntad de Dios, para así superar lo perecedero y dirigirnos hacia el reino de la verdadera Realidad, en donde tenemos nuestro auténtico ser. Por eso, el ser va comprometido en el hacer. Y como todo conocimiento pasa de la esfera teórica a la esfera práctica, si no está iluminado por el espíritu, está destinado de antemano a crear ruina y confusión, y, finalmente, a disolverse en las marañas de su propia insustancialidad.

Todos los esfuerzos de los tempranos impugnadores de Santo Tomás (como por ejemplo Duns Scoto, John Peckham, Pedro de Auriole, la escuela franciscana, los intuicionistas antiguos como San Agustín) y los esfuerzos de los modernos intuicionistas (como Bergson), los irracionalistas, algunos fenomenologistas, y aún algunos existencialistas como Marcel y Jaspers, van dirigidos a buscar y fundamentar alguna función mental que pueda ayudar o suplir la capacidad de la función lógica. Los nombres de intuición, captación inmediata por el sentimiento, captación inmediata por la voluntad, «visión interna», etc., etc., no son sino sustitutos más o menos parecidos de la doctrina de la iluminación del Doctor Angélico.

Por todo esto, es que el pensamiento de Santo Tomás no puede morir. Su mensaje de la razón iluminada por la fe espiritual es válido para todos los tiempos, es un mensaje que haría muy bien en escuchar el hombre descreído y racionalista de hoy, y es este: que lo que importa al hombre es preocuparse por el sentido y el destino de su existencia en la historia, para dirigirse al rescate y cumplimiento de su ser original; que en esta noble tarea el pensamiento puede ayudarlo poniendo de acuerdo la interna convicción espiritual con los problemas de orden científico, pero que debe recordar que la razón raciocinante deberá estar iluminada por la fe espiritual, por estas razones: la  naturaleza de una cosa se manifiesta en su actividad, y la actividad propia, esencial y especifica del hombre es el pensamiento; pero el pensamiento es signo de la racional subtancialidad del hombre espiritual, puesto que es inmaterial.

Ahora bien, puesto que nada obra sino en la medida en que está en acto y los actos se determinan en última instancia por los objetos, cuando el pensamiento, actividad del alma racional, no abstrae del objeto lo que lo pueda llevar por discurso o por iluminación -mediata o inmediatamente- a la realización final de su naturaleza esencial, se deja determinar por algo más bajo que él, se esclaviza y se niega a sí mismo. ¡Triste espectáculo! porque las alas no fueron hechas para arrastrarse, sino para despegarse del suelo en vuelo hacia lo alto.

Para nuestro filósofo-santo, pues, razón e historia son iguales a espíritu y destino. El hombre es el punto de inserción, la búsqueda de la verdad por la razón iluminada es el camino, la bienaventuranza es la meta. Hoy como ayer, el estudioso de sus obras hallará en ellas razones para la razón y luz para el espíritu. Quien quiera, que haga la prueba. Podrá encontrar una física, una biología y una psicología en algunos puntos deficientes o superadas, porque esas sí son ciencias históricas con verdades provisionales, pero en cambio encontrará algo que es más que razón, más que ciencia y más que historia, porque a ello deben su ser toda razón, toda ciencia y toda historia: el espíritu de Dios, la vida eterna, el fundamento del Universo, el por qué de todo; lo único que en última instancia vale la pena buscar, anhelar y luchar por conseguir.

(*) Discurso leído en el acto celebrado por la Universidad de Santo Domingo, el 7 de marzo de 1956, para conmemorar el Día de Santo Tomás.