¿Qué es Dios en los confines del pensamiento?

Por el P. NAZARIO RUANO,

  1. C. D. Doctor en Filosofía, USD.

Carta abierta a mis condiscípulos de Salamanca.

I INTRODUCCION A LA PREGUNTA

La introducción del dios metafísico de Aristóteles en la especulación cristiana acarreó largas discusiones. La más fundamental, aunque sea la más tardía, es la de ver si había necesidad de haber hecho tal importación; a ver si el cristianismo no contaba ya con elementos suficientes para explicarse a Dios, sin invocaciones a la terminología griega.

Hasta el siglo XI domina en la especulación occidental la definición de San Juan

(1, 4-16): «Dios es amor». Pero, a medida que emerge el fenómeno cultural de la escolástica, esa definición no es aceptada si antes no es discutida y llevada al tribunal de Grecia.

La escolástica es eso; un retorno al helenismo. Es el primer renacimiento europeo, por más que esto no se haya considerado bien. Incluso, puede ser que el segundo renacimiento, el renacimiento pagano de los siglos XV-XVI, tenga como justificación principal la presencia de Aristóteles en Paris. Platón tenía necesidad de resarcirse, y el cristianismo la de afrontar las consecuencias de presidir la discusión.

Esta discusión escolástica del problema de Dios, no versa ya solamente sobre si Dios es amor, cosa que antes bastaba saber y ahora se supone; ni de saber si Dios ama, que se supone también, sino que se trata de saber si Dios metálicamente es amor. El problema ha pasado de ser religioso a ser escolar. Una vez que Europa estuvo catequizada, se entretuvieron los ocios culturales en especular sobre su catequesis. Uno de los problemas que coloca la Europa del Medioevo entre la especulación y la catequesis, es ese de Dios. Y, como afortunadamente, las metafísicas fundamentales de la escolástica divergen, también es divergente la respuesta a ese problema.

La respuesta franciscana, la que continúa a San Agustín y a la mística cristiana, no encuentra nada que corregir en el evangelista, ni tiene nota alguna que ponerle: Dios es amor siempre, de todos los modos, metafísicamente, radicalmente. El amor constituye a Dios. Es lo que mejor explicaría a la razón humana los cimientos de la divinidad.

Pero, frente a esa respuesta, está la de la otra tradición más corta. La de esa tradición que comienza con la importación del aristotelismo: Dios es inteligencia, fundamentalmente inteligencia. El entendimiento, el entender es el ingrediente más secreto que esconde Dios. Todo lo demás sería ya consecuencias en El. En esta línea suele proponerse como representante a Santo Tomás (1).

Sin embargo, el problema, tal como lo acabamos de exponer, es posterior a Santo Tomás. Esa respuesta es la que podría deducirse del intelectualismo de Santo Tomás. Una de las respuestas que podrían deducirse de él. Lo más probable es que él no quisiera romper el equilibrio en que San Agustín había dejado la cuestión de Dios, dándole igual dosis constitutiva de inteligencia que de amor, y que la mística medieval recogería en el término antinómico de «amor intelectual» de Guillermo de San-Thiérry. Pero, restringiéndonos a aquélla, es la que deducen los Salmanticenses y los Salmanticenses son la historia del tomismo el sumo tránsito en sus últimas consecuencias (2).

(cit. 1) Contra L. Rougier, que opina que Santo Tomás escoge deliberadamente a Aristóteles por su «ontología realista moderada», que le parecería más propia para la conciliación fe-razón en la explicación de los misterios cristianos, el Padre de Lubac opina que se trata de algo más sencillo. Santo Tomás no tuvo lugar a escoger. Tuvo que recibir al Estagirita, porque lo que escoge deliberadamente es la filosofía, y filosofía equivalía entonces a Aristóteles, más o menos neoplatonizado, alejandrizado o arabizado. Como de los árabes dice Renán que no tienen otra cultura que la que encontraron hecha: la griega, de Santo Tomás dice Grandmaison hay que afirmar lo mismo tocante a la herencia que le transmiten los árabes.

(cit. 2) ¨El curso ¨teológico¨ Salmanticense o SALMANTICENSE, son, como es sabido, un conjunto de carmelitas teólogos descalzos, cuya obra es de la mejor muestra que existe en la teología cristiana, y lo mejor en la línea tomista. Nos dirigimos a los Salmanticenses, porque, su imponderable significación tomista está ligada al carácter de sanjuantista por pertenecer a la Reforma de San Juan de la Cruz. El mayor estudio que se ha tenido hasta ahora sobre esa obra titánica de la teología hispánica es la de P. Enríquez (O.C.D), de la Universidad Pontifica de Salamanca. Los Salmanticenses: su vida y obra. Ensayo histórico y proceso inquisitorial, Madrid. 1965.

Otros tomistas, no obstante, creyeron ir más al fondo de las cosas parándose, no ya o entitativo, en un soporte primario que diera la pauta a esa cosa secundaria de amar o de entender. Porque toda metafísica operativa tiene que suponer una metafísica anterior: la entitativa. Tiene que dejarle paso, respetar su pujanza e, incluso, vivir de ella. Y es lo que sucede en el problema de Dios. Tanto amar como entender suponen algo anterior: eso que entiende o que ama. Dicho de otra manera, el soporte o sujeto del amor o del conocimiento. Aquí es donde la teología moderna se ha planteado la pregunta fundamental: en último término, ¿cuál es la frontera más lejana de Dios en la especulación humana? Que es lo mismo que decir: ¿desde qué zona de lo humano se divisa mejor lo divino? Y, una vez divisado, ¿qué es eso que se divisa? ¿QUE ES DIOS? Es la pregunta obsesiva que, dicen los historiadores, traía la infancia precoz de Tomás de Aquino en el colegio de los benedictinos de Monte Casino.

II ENTREVISTA CON LAS RESPUESTAS

Una sentencia muy común en la teología moderna coloca la razón última del ser de Dios en su aseidad, o sea, en su absoluta necesidad de existir. Eso es lo que más aislaría a Dios de toda otra cosa existente o pensable; de todo otro concepto. Sería, pues, la aseidad esa no-dependencia de nada y de la que todo depende: el carácter propio de Dios. Es la opinión que siguen en general los tomistas modernos. Creen, por tanto, que este sería el pensamiento de Santo Tomás.

Los Salmanticenses, no obstante, repetimos, agotan en Santo Tomás las consecuencias de su intelectualismo. Y, precisamente, el tratado de la «Ciencia de Dios», que es donde los teólogos de Salamanca plantean el tema, es el tratado donde Santo Tomás va hacía el Aristóteles más artificial que conocemos, puesto que aplica a Dios la técnica general aristotélica del conocimiento que el mismo Aristóteles no le aplicaba, sino que, precisamente, interrumpía al llegar al problema de Dios. En sus planteamientos late, sin embargo, una razón, que es la que persigue el Doctor Angélico: la razón de ser del espíritu, qué es ser espíritu, cuál es la última razón de ser de la espiritualidad. Porque, respondido esto, se ha dado implícitamente respuesta al problema del constitutivo metafísico de la esencia de Dios, a Quien también define San Juan (mejor está decir que designa) como a espíritu: «Dios es espíritu» (4,24).

El canon que tuvo la escolástica para definir la espiritualidad era negativo. Según la distancia a que quedara la materia para atrás, los grados en que se superara la materia, se consideraba tener más o menos espíritu, tanto en el hombre, espíritu a medias (materia-espíritu), como a los objetos de sus ciencias o actividades de su espíritu. Las menos dignas de éstas eran las cosmológicas, según eso, porque su objeto (cosmos) prescindía ciertamente de cosas materiales concretas, pero las tenía presentes en cuanto conjunto y tales cuales eran: materia contingente. Seguían después las matemáticas, que prescinden de toda alusión material conjunta o concreta, pero que todavía rozan con algo material, como son la medida y el número, algo aplicable a lo cuantitativo, que ya tiene, o puede tener, parentesco con la materia. La suprema dignidad científica se la lleva la metafísica (más allá de lo físico, de la naturaleza, de lo cósmico), que prescinde totalmente en sus objetos de la materia. Es la ciencia humana más digna, porque es la más espiritual, la más alejada de lo cuantitativo. Las ideas, y las ideas de las ideas, no son materia. Están más allá del espacio y del tiempo, realidades en que se apoya siempre la materia. Las ideas son eternas y universales. Siempre son las mismas, y en todas partes. Siempre y en todas partes (eternidad y universalidad) son conceptos que viven vecinos de Dios.

Al plantearse, por eso, la esencia de un espíritu, la espiritualidad, hay que tener esos cánones escolásticos presentes. Espiritualidad sería la cualidad que tienen ciertos seres de no ser materiales. Pero, hagamos alto. Esta es una definición negativa, porque resulta que la definición afirmativa aguarda todavía escondida en esa otra pretensión de definición. Una buena definición debe ser siempre afirmativa, porque definir es definir algo, y algo es todo menos su negación. Además, espíritu tiene que ser algo más que una cualidad. La contemporánea «psicología sin alma» dice eso precisamente, que el espíritu no es más que una cualidad, y desde esa lógica de la definición escolástica precisamente. Y, si espiritualidad es una cualidad, esto es, algo insustancial, no sustancial, fenoménico, pasajero, cualitativo, el espíritu no es más que una hipótesis. Es la hipótesis de un sujeto ficticio a que referir esos fenómenos o cualidades, al estilo de como se trabaja en la ciencia con hipótesis biológicas y nucleares. Por eso, la respuesta a eso de espiritualidad tiene que ir más al fondo. Tiene que venir, no ya de la respuesta a qué es espiritualidad, sino de la respuesta a: ¿qué es la cualidad espiritual?

Estamos ante uno de los puntos más sutiles de la argumentación humana. Porque definir una cualidad espiritual es pretender definir la definición, que, a su vez, es ya otra cualidad del espíritu. Definición es establecer el fin (finición), el término donde acaba una cosa y pasado el cual ya viene otra. Decir qué es la cualidad espiritual nos obligaría al recurso de decir que es una cualidad que tienen los espíritus. Y, como puestos a definir el espíritu no tenemos aún derecho a saber si tiene más cualidades, puesto que le buscamos la primera y característica solamente, nos encerraríamos en un círculo vicioso: espiritualidad es la cualidad que tiene el espíritu de ser tal, y esa cualidad es espiritualidad. Una respuesta certera al cualquiera de los dos extremos es lo que supondrá la ruptura del círculo. Qué es espiritualidad, y qué es espíritu son la misma pregunta.

Resulta que todo espíritu, eso que se designa (no tomemos la designación por definición) como no material, tiene una propiedad rápidamente denunciable. Eso que no es materia, o que nos hace dudar de que haya algo más que materia, nos lo demuestra en que piensa, en que tiene inteligencia o es inteligencia. Y si nos hace dudar, la duda versa exclusivamente sobre si tiene, o no, inteligencia. Eso quiere decir que designar una inteligencia es designar un espíritu, y para definir la razón de ser de esa inteligencia hay que recurrir a la espiritualidad del ser que la posee. También viceversa. Para hablar afirmativamente de un espíritu habrá que trabajar en la zona de su capacidad intelectiva o para lo intelectivo, mejor dicho. Esto es, que para jerarquizar lo espiritual (su mayor o menor distancia a ese punto de referencia que es la materia) no existe otro sendero que el de considerar (medir) la necesidad o contingencia que encierre en su acción o pasión de entender.

Por aquí se juntan los dos planteamientos que antes veíamos sobre la esencia metafísica de Dios. Si Dios, en la línea entitativa, está inconfundiblemente bien definido como existencia absolutamente necesaria, las existencias relativamente necesarias ya no serán Dios, sino una consecuencia de que Dios sea eso otro que es: necesidad, primer ser, origen de todo ser, omnipotencia frente a la simple potencia de algo, necesario absoluto frente al relativo absoluto de lo creado. Y si en la línea operativa existen también espiritualidades relativas, o sea, que no poseen la necesidad y la intensidad de su inteligencia sino en el grado que poseen su existencia (relativamente necesaria) contingente, esto supone la buena deducción de que un espíritu absolutamente necesario posee una necesidad absoluta de entender.

Acabamos de enunciar el intelectualismo en sus cimientos mismos. La filosofía moderna en Descartes no hace sino tratar de hipótesis esta deducción hacia el problema de Dios; pero, aprovechó, y muy bien, más abajo del problema, en la espiritualidad humana, la dialéctica espiritual de la escolástica. El hombre existe, en cuanto tal, porque piensa, y piensa porque existe. Y el argumento sólo vale en el hombre, no en el animal o en la piedra, porque sólo el hombre denuncia que piensa, que puede entrar y salir de sí mismo. Sin embargo, tanto la escolástica como la filosofía moderna, el problema que más ha descuidado ha sido el problema más fundamental de toda filosofía y de toda dogmática: qué es ser espíritu. Todavía lo ha descuidado más la herencia cartesiana que la herencia escolástica; pero también la escolástica lo ha descuidado. Ambas han trabajado sobre una hipótesis y un supuesto. Sobre la hipótesis y el supuesto de que ya sabemos qué es ser espíritu. Y ante las conmociones que ha levantado la psicología de hace tres siglos podemos ver que esto era cierto y no lo era. Lo era en cuanto se confundía la ciencia última de un espíritu con la ciencia de su existencia.

Sin embargo, esto era una postura ilógica en escuelas como el tomismo, que separaban el concepto de existir del concepto de ser. Por otra parte, era inexacto ese supuesto, en que, puesto que en las demás cosas que usaba y captaba el espíritu se iba más allá de ellas mismas (a sus causas material, formal, eficiente y final), lo lógico hubiera sido haber sometido el espíritu al contraste de las dos últimas, que son las que solucionan la constitución de las cosas. En esto se podía haber contado con espiritualidad filosófica.

Es cierto que no faltaron en la Edad Media valientes conatos hacia ahí, casi todos anteriores al dúo Escoto-Santo Tomás (3). Pero todos ellos no pasaron de afirmar que si el espíritu (humano) era una sustancia, y toda sustancia creada era compuesta, contaba con divisiones intrínsecas, el espíritu humano debía de ser también algo compuesto. La escolástica pretomista defiende casi invariablemente que se trata también de una composición hilemórfica, aunque parezca contradictorio porque se retorna a reafirmar la invalidez de su definición de espíritu: lo que no es materia. La cuestión atraviesa como un enigma la escolástica, como había atravesado los doce siglos patristicos anteriores; la cuestión de la materia espiritual o espíritu material. Porque, si el espíritu cuenta con una materia (o cuasi materia), ¿qué es lo que queda para la forma (o cuasi forma)? No es fácil contestar. De aquí que Santo Tomás opte por negar tal composición, y afirme solamente la composición metafísica en todo espíritu creado. Para Santo Tomás el espíritu físicamente es simple; pero metafísicamente, por ser criatura, es relativo, se compone de potencia (posibilidad), al que no es necesario, contingencia, y de acto, eso que, una vez el creador le sacó de su mera posibilidad, ya es necesidad para ser tal y en concreto.

(cit.3) La obra fundamental de E. Kleineidam, Das Problem der hylamorohen Zusam mensetzung der geistitigen Substanzen in 13 Jahrhundert, behardo!t bis Thomas von Aquin. 1930, y D. O. Lottin, La composition hylemorphique des substances spirituelles, en Rev. Neoscolast. de Philosoph. 34, 1932, 21-41.

Como estamos demostrando, en espiritualidad no queda otro recurso para poder trabajar que el de la línea existencial. La filosofía moderna ha sido en esto muy lógica, desde el empirismo inglés hasta el existencialismo Nada digamos de psicologías más psicologías que el empirismo. Quizás es lo que más vale en Descartes. Más que su indiscutible originalidad, o que la aún más discutible conclusión de sus nuevos argumentos, vale su actitud de sinceración. Si se trabaja en lo existencial, a decirlo y a confesarlo. Nada de seguir propagando la ilusión de que había llegado a la esencia del espíritu. Porque si no se partía de lo fundamental en la primera causa de toda filosofía, el propio espíritu, toda la filosofía, en su misma raíz, podía ir ya desviada. Si el espíritu se daba a conocer sólo en su existencia, y a través de su existencia, si lo primero que acarreaba del mundo hacia sus intimidades indescubiertas eran también existencias, ante todo había que existencializar la filosofía. Aquello que no pudiera existencializarse, seria, por exclusión, lo esencial. Está es en el fondo y en la forma la ascética a que conducen históricamente las escuelas insuficientes, y fue lo que motivó ese fenómeno medieval de Kempis o Imitación de Cristo, de tan perpetua lozanía.

En los planteamientos postmedievales, había, ciertamente, su sentido revolucionario. El renacimiento griego no quiso bautizarse como evolución, sino como revolución, Y las cusas de una revolución suelen ser algo distinto de la revolución misma. La lástima fue que Hegel (y su prolija inspiración posterior), siguiendo arcaísmos idealistas, volviera a algo parecido a lo que hizo el intelectualismo medieval: retrasar, una vez más, la problemática, mientras recordaba fuerza de nuevo otra nueva ola existencial. Es el flujo y reflujo que regula la marejada de la filosofía.

Existencialmente, la espiritualidad cuenta de su parte con toda la historia y con toda la prehistoria, que también es historia, aunque menos clara. Mientras que esencialmente, la historia del espíritu no existe. Desde la esencia, el espíritu no tiene historia. Este es el misterio sellado y cerrado de la historia del espíritu.

III PROSIGUE LA ENTREVISTA

Tenidos en cuenta esos planteamientos, el espíritu en cuanto a existencia es un dogma desde las teologías más diversas, y un hecho desde las filosofías más materialistas. La conciencia individual es un tribunal inapelable, de última instancia. Hay algo que vigila ese pesado sueño de la materia, algo que lo invade, lo estudia y trafica con él. Hay algo que se deja traficar. Y, el propio espíritu es para cada cual el primero de los espíritus porque es a través de él como se le franquea la percepción de todos los demás. Y otra consecuencia es que todo cuanto hace el espíritu es espiritual, metafísicamente hablando. La visión del espíritu, sea táctil, ocular o intelectual, es siempre una misma visión con distintos grados de profundidad. Por eso, la materia que el hombre conoce es materia espiritualizada de antemano, y de ahí la distinción que encontró ya hecha Kant en la historia de los sistemas de pensar, de noúmeno y fenómeno; de «la cosa en sí», que interesa siempre después y a través de algo que antes la presenta al espíritu: el fenómeno. El fenómeno es lo que podíamos llamar la propaganda de la cosa, por la que el espíritu llega al conocimiento de las cosas, y que, en la mayoría de los casos es con lo que el espíritu se conforma y a lo que se con-forma o amolda (esto es conocer) y se atiene.

Pero, después de ese misterio de la esencia de los espíritus viene otro que es ya una consecuencia en su existencia. Todo movimiento (digámoslo así) del espíritu es para ponerse en contacto con algo, para palpar algo, para explorar nuevas presencias a su alrededor. Parece que aquel verso materialista de Lucrecio: «tocar y ser tocado no es sino síntoma de cuerpo», no es muy exacto. El tacto del espíritu, sin embargo, la estructura de ese pacto de mutuo contacto que trama con algo, y, sobre todo, el problema de ese saludo que el espíritu hace a la materia incorporándosela todo cuanto puede, es algo tan alejado de nuestra curiosidad de saberlo como la lejanía de su misma esencia. La ignorancia que tenemos de ese sentido del tacto espiritual es lo que ha producido las escuelas filosóficas más contradictorias. Estas, a su vez, son las que han impedido la existencia de una única filosofía en la historia de la espiritualidad humana. Las críticas del conocimiento, las metafísicas más opuestas se ‘originan en esa milenaria sala de espera que precede todavía a las recámaras secretas donde el espíritu esconde su propia verdad y causa nuestra impaciencia en adivinársela.

¿Cómo, dónde (?) se efectúa en un espíritu su contacto con lo que no es él, sean cosas o Dios mismo. La Revelación (Biblia), y la historia, que es solamente un comentario de esa Biblia, las experiencias particulares que han contribuido a hacer la historia en cada uno de los grandes místicos o filósofos, solamente nos dan el hecho. La visión saturadora del bien aventurado es un contacto de espíritu. El amor intelectual, o humano, es un contacto de espíritu. La interlocución es un contacto de espíritu. El odio presencial, o antipatía, es el empujón que da el espíritu a algo que roza desagradablemente con él. Lo que sigue difícil de expresar es el modo cómo lo hace y con qué resortes.

Toda la agudeza escolástica en torno a estas cuestiones está convocada en sus tratados «sobre los ángeles», sumamente hipotética en la mayoría de sus cuestiones, y que confunde casi siempre los escasos hechos revelados con una explicación que, en el fondo, viene a enturbiarlas en lugar de explicarlas, como dice exactamente el jesuita Perrone. Los ángeles (esplritus puros) se ven, se tocan, sufren, gozan, se aman, se odian. Pero, sobre todo, esto sí que es verdad, desde DIOS (ESPI RITU) a cada uno de todos los demás espíritus plurales no existe medio ambiente, no hay distancia. No existe vacío espiritual. Puede haber, y debe haber, según esto, un contacto ininterrumpido. Dedujo de aquí la mística, por eso, que el cielo no exige ni espacio ni tiempo. El cielo existe sin estar en ninguna parte. El espíritu está fuera del tiempo y del espacio al no ser material, aunque tenga capacidad para palpar el espacio y el tiempo. Esto, sobre todo, es aplicable a Dios, luego la bienaventuranza lo único que requiere es purgación, despeje y sencillez para contactar esa invasión saturadora de la divinidad. No es otro el sistema barredor de San Juan de la Cruz.

Descendiendo ahora un poco de ese núcleo de la dificultad, un poco más abajo ya de ella, al hablar de contacto espiritual, quizá podemos aquilatar algo del lenguaje. En el acercamiento del espíritu a otra cosa hay que considerar dos cosas: el tacto espiritual en sí (es lo inexplicable), y la percepción que el espíritu tiene de ese contacto. Entre dos trozos de hierro, por ejemplo, solamente hay contacto. Entre un espíritu y la materia, o entre dos espíritus, hay necesariamente, además de contacto, percepción del contacto. No se puede eludir la percepción porque sólo a través de ella caben los análisis posteriores.

Aún más. Comoquiera que el contacto espiritual sólo se nos revela a través de sus percepciones, podrán parecer una misma cosa. En cierta manera lo son. Para hablar del contacto del espíritu hay que afrontarlo en la naturaleza del espíritu. Esto es, en lo que la escolástica entendió por naturaleza, que es la sustancia en cuanto obra, no en cuanto es. La naturaleza de una cosa es, según esto, lo más próximo a lo que es una cosa, a la esencia. Conocer la naturaleza de una cosa puede consolar de desconocer su esencia. La naturaleza es lo que más cerca habla de la esencia, puesto que la actuación de una cosa es lo más inmediato a sí misma que tiene cualquiera cosa. O sea, que una operación determinada responde siempre a un ser determinado, y no a otro. Por eso, el lenguaje científico llegó, incluso, a confundir muchas veces en un cómodo y desorientador equívoco eso de esencia y naturaleza. Los problemas de un orden se responden a menudo con soluciones de otro, y en medio de la inexactitud está la labor de la crítica.

IV POR NO INVITAR A LOS MISTICOS

Aplicando ya todo este estado de cosas al problema nuclear de toda espiritualidad, decíamos más atrás que no damos del espíritu más que una definición negativa. En el fondo, no es más que una desesperada renuncia a definir, disfrazada en nuestra facilidad de designar. Designamos solamente el espíritu cuando definimos el espíritu como ser inteligente (no ya sólo como inmaterial), en posesión de inteligencia, capaz de pensar, porque esto no es tampoco definición. Aquí definimos solamente su naturaleza, que es esa; pensar, pero no su esencia que piensa, y que es lo más espíritu que tiene el espíritu. Si definir, como decíamos, es circunscribir en su propiedad particular cada cosa, la definición positiva de espíritu no está abarcada con decir que es todo lo que piensa, como vamos viendo. Lo que nos interesaría es ver y saber qué es lo que piensa, qué es el sujeto del pensamiento o sujeto que piensa.

La dificultad, que parecía secundaria o insignificante para nuestro conocimiento del espíritu, nos sale al encuentro considerablemente agrandada cuando intentamos entrevistarnos a solas con el pensamiento, con la actividad del espíritu o naturaleza del espíritu. Tratando ya solamente del espíritu humano, la escolástica repitió hasta la saciedad que «no había nada en el entendimiento que no pasara antes por el sentido». O sea, que para llegar a la zona espiritual que se llama entendimiento, habían de atravesar inexorablemente las cosas esa otra zona (también espiritual, y aquí está el equívoco de la fórmula) del sentido. Esto se decía para aclarar el origen, la filiación externa de los objetos conocidos, exteriores al espíritu que los conoce, ajenos, distintos a lo que de sí mismo conoce ya el espíritu (interioridad). Para dar al espíritu la noción de exterioridad se le proponía la frontera y la aduana de la zona sensorial, como si ésta no funcionara ya con percepción de espíritu, y como si no valiera lo mismo señalarle la exterioridad desde la zona amorosa, intelectiva o sustancial del espíritu.

Por esto, Leibnitz creyó necesario, ante todo, retocar esa fórmula escolástica para que valiera: «Nada existe en el entendimiento que no haya pasado antes por el sentido, excepto el entendimiento mismo». Y podíamos decir con igual razón «excepto el amor mismo», «excepto el espíritu mismo». Y, naturalmente, así llamaba la atención el filósofo conciliador sobre el concepto inexacto de exterioridad que venía proponiendo la escolástica. Esa inexactitud se denunciaba precisamente a propósito de la naturaleza o esencia del espíritu. Anterior a todo proceso sensitivo o inmaterial del espíritu, espiritual en cualquier fase, está el principio generador, ese principio original de causalidad interna.

No existe, por lo tanto, manera posible de sustituir la definición (pseudo-definición) vulgar, que podía representar Pascal, de ese misterio de la espiritualidad: «Espíritu es todo ser que piensa». Si fuera definición del todo, podríamos descubrirle una especie de generalidad próxima (espíritu), de la que deducir la diferencia decisiva: que piensa. Decimos si fuera definición del todo, porque de lo que se trata en toda definición es de especificar lo genérico, y en el caso presente no con una logomaquia: todo ser que. Tendría que haber otros espíritus que no pensaran para introducir esa diferencia que se introduce. Pero, estas son precisamente las fronteras que no nos es dado franquear. Llegamos a esa llave de las verdades impenetrables. Esas manos de Dios es absolutamente necesario tenerlas presentes al tratar de hacer la ficha original y última de cualquier fragmento de contingencia. Sobre todo, si esa contingencia es de signo espiritual.

Vamos a contentarnos, pues, con saber que espíritu es todo ser que piensa. Es la aproximación mayor a la exactitud. El acto del espíritu, su actividad, su naturaleza, su espontaneidad denunciadora más rápida es esa: pensar, entender.

V EN CAMINO HACIA DIOS

Volvamos ahora al tema de Dios. Dios es Espíritu. Podemos ir en dirección a la esencia metafísica, la más recóndita y fundamental de la divinidad, siguiendo esos senderos: Dios tiene que ser necesariamente inteligente. Mejor, tiene que estar hecho medularmente de inteligencia.

Es natural que debiéramos exponer, junto a este planteamiento intelectualista de la esencia de Dios, el otro planteamiento, el afectivo, místico o amoroso. Cada escuela refleja todas sus conclusiones mejor sobre el tema de Dios que sobre ninguno otro. A Dios le hace cada cual como quisiera que fuese, y cada cual prefiere las cosas según la información que ha recibido para ver en ellas uno u otro sobresaliente o excelencia. Es el fenómeno que ya observaba un teólogo contemporáneo, español, de que, siendo una la verdad, todos los jesuitas la ven de una manera, los dominicos de otra distinta y los agustinos de otra, como si con la imposición de hábitos distinta se impusiera también un sistema visual distinto.

No nos proponemos, sin embargo, resolver o agotar el planteamiento bilateral tanto como hacer ver que existe en ambos un mismo problema irresuelto. Y ese problema vamos a verlo proyectado sobre la espiritualidad carmelita, la de mayor prestigio místico en la Europa moderna, que se divide en dos bloques elocuentes y antagónicos: tomismo y misticismo (4). Sus representantes máximos del tomismo son los Salmanticenses (5) frente a los representantes máximos del misticismo de todos los tiempos: Santa Teresa y San Juan de la Cruz. Los Salmanticenses dan el Santo Tomás que ellos creen más consecuente. Y es tan intelectualista, que en la cuestión presente casi se aíslan con su opinión: Dios, metafísicamente considerado, ni es amor, ni es aseidad. Dios es inteligencia en eterna e ininterrumpida actuación.

(cit.4) Estudiamos detenidamente este fenómeno en nuestra obra ¨Filosófica de la Mística¨. Análisis del pensamiento español, Madrid, Buenos Aires, 1953.

(cit.5) Digamos que no todos los tomistas coinciden en esta formulación Salmanticense, ni siquiera todos los discípulos de los Salmanticenses Cfr. v.gr. el anónimo de theses theologicao. De Deo Uno, ejus Visione. Scientis Voluntate praedestinatione et reprobatione ad mentem S. Thomas Bruxellis, 1721. Pero, repitamos, no se olvide y, lo recordaba Menéndez Pelayo, lo Salmanticenses significan la mayor intención conocida de ortodoxia tomista.

Le cuesta poco al lector perito en mística sanjuanista evocar inmediatamente la idea de Dios que esboza el Doctor de la Mística, o la misma Santa Teresa, tan distinta de esa solución Salmanticense. El primero ha planteado el problema de Dios a la mayor profundidad de exploración que se ha hecho desde el siglo XIV hasta nosotros. San Juan de la Cruz desantropormiza totalísimamente a Dios. No se le ocurre limitarle ni a un sentido intelectivo, ni a una significación afectiva, ni siquiera a una categoría ontológica formulada. Todas las tiene simultaneadas en su expresión teológica. Pero de jerarquizarlas, San Juan de la Cruz pondría la inteligencia en último término de aprovechamiento. Para él, lo que más resalta en Dios, la suprema originalidad divina es la trascendencia, la lejanía. Entre los millares de veces que, en sus relativamente pequeños escritos, habla de Dios, insiste del modo más expresivo en que todo es nada, nada conceptual, nada real, nada afectiva, y, ni siquiera mencionemos lo sensorial o lo imaginativo, ante la realidad o la presencia auténtica de Dios. Y es lógico. Todo fue nada un día y todo puede ser nada mañana; luego, en el presente no hay posibilidad de hacer una ecuación aproximada para comprender, definir, atisbar a Dios desde cualquier sitio que se escoja en su creación o en sus criaturas. Está más allá de todo entender, más allá de todo sentir. Aquí, todo ese simbolismo de la noche oscura en que el doctor de la mística envuelve sus exposiciones, y expresión clásica suya es: «un entender no entendiendo toda ciencia trascendiendo». Lo único que queda para proseguir hacia El es el amor, que no es entender, es tender, sin embargo, y, por lo mismo, superación de un mero y cómodo sentir.

En jerarquía, lo amoroso es la primera categoría instrumental apta para captar a Dios. Esto, la innata tendencia humana a llegar a su meta sea como sea y a costa de lo que sea, es lo que detiene el asalto de ese escepticismo de divinidad que puede originarse ante la excesiva dosis de transcendencia que separa a Dios del entender y del sentir humanos. De aquí que, en ciertos grados de contemplación teológica (ya no sólo intelectual), con elementos gratuitos regalados por Dios, en la que Dios se acerca por su cuenta, San Juan de la Cruz no habla de toques afectivos o intelectuales, sino que inaugura términos más exactos filosófica y teológicamente: «toques sustanciales». O sea, que el Doctor Místico salva en todo momento la complejidad espiritual, teniéndola presente en su objeto, Dios, y en el sujeto, alma. Nada de decidir la espiritualidad desde la inteligencia sólo, o sólo desde el amor, como hicieron las banderías escolásticas del intelectualismo y del voluntarismo. La mística, una vez más en su larga historia, detiene prematuras satisfacciones de la lógica. Por ella, San Agustín retorna de vez en cuando a la Europa que le olvida.

VI EL EMPEÑO INTELECTUALISTA

¿Tuvieron presente los Salmanticenses esa fuerte corriente mística que soplaba desde la Noche Oscura de la Fe (6), y del Castillo Interior de los dos insignes místicos y fundadores de la Orden a que pertenecían? Atendamos a la exposición

En primer lugar, no existe conformidad entre los teólogos tocante al constitutivo metafísico de la ciencia divina, en cuanto virtualmente puede considerarse separada de sus atributos o relaciones. Se propone esa distinción de ficción lógica, por cuanto la esencia divina, dada su omnímoda simplicidad, no admite distinción alguna real que comprometa su unidad total. La metafísica, no obstante, puede permitirse tal juego dialéctico o hipótesis de exploración. Es por lo que propone algo que «a priori» sea capaz de resistir sobre si la incalculable carga de consecuencias que abriga en su seno ese conjunto simultáneo de los otros atributos o cuasi-cualidades divinas. Y lo acabamos de denominar juego dialéctico, porque en la práctica teológica, en la vida cristiana no tiene transcendencia, y para lo único que vale es para reflejar la dirección de la metafísica que se prefiere. Tiene, sin embargo, esa distinción dialéctica en el ser divino su fundamento, en la comodidad del entendimiento que, abrumado por la extensión de ese objeto, prefiere estudiarlo como suele estudiar todo el otro conjunto de cosas que están por debajo de Dios: quebrándolo y fragmentándolo.

Comienzan los Salmanticenses orillando a un teólogo Carmelita Calzado, que sigue la tradición nominalista de la Orden, la que dominaba en la Orden del Carmen antes de la Reforma teresiano-sanjuanista y en la que, después de no pocas rencillas domésticas, uno de sus Generales, impone el tomismo de Cayetano. Cornejo, así se llama ese teólogo, distingue en Dios naturaleza virtualmente distinta de esencia, como en las criaturas. A base de esta distinción establece su tesis: el constitutivo metafísico de Dios consiste en que «es sustancia espiritual por esencia, en cuanto virtualmente distinta de sustancia inteligente». Para probar esto, el teólogo calzado, es curioso, invoca, no tanto a los teólogos medievales de su Orden, antitomistas, como al propio Santo Tomás (7).

¿Es exacta esa postura de Cornejo? Según los Salmanticenses no, porque lo esencial o radical no es orden de perfección. La esencia encuentra su tope perfectivo en la existencia. Luego en Dios habrá que buscar esa perfección fundamental, fundamental para sus otras perfecciones, en algo existencial, actual. De colocar concretamente el constitutivo metafísico de la divinidad en lo intelectivo habría que proponerlo inmune del todo potencialidad, mejor expresado, en una razón definitiva de potencialidad hacia las otras perfecciones que se cuelgan de ella, pero ajena totalmente a lo que eso de potencial quiere decir en metafísica de imperfecto o incompleto.

(cit.6) En Qu. XIV, I part. D Thomae Comment, al art IV, dud L.

(cit.7) I p. q. 39, q. 14. a. 4, donde Santo Tomás distingue entre sustancia y naturaleza, y aplica la distinción para ir hacia el origen de la espiritualidad sustancial o inteligente de Dios.

En ese supuesto, y con esta explicación, Dios es inteligencia «in actu primo». Es lo que, según los Salmanticenses, es inconsecuente por poner en los cimientos metafísicos de Dios algo fuera del orden existencial. Y no es que la inteligencia existiendo, obrando ya, «in actu secundo», protestan los Salmanticenses al proponer su opinión, que es ésta, sea realmente en Dios un «segundo tiempo», digámoslo así. En Dios, el orden del ser y el orden del obrar son un único, inseparable y simultáneo orden. Lo que pasa es que nuestra imperfección conceptual tiende a hacer tal distinción que refleja la capacidad demostrativa, el vigor lógico de la metafísica adoptada. Y, la que adopta Cornejo parece que, para los Salmanticenses, no resistiría estos ataques.

Pero la solución a este enunciado Salmanticense, la razón de ser de este enunciado y de sus planteamientos vamos a verla en un teólogo francés, buen filósofo, contemporáneo de Descartes y discípulo, a su vez, «sui generis», de los Salmanticenses (8).

El P. Felipe es tomista porque le obligan las constituciones a serlo. La legislación de su Orden, no dejaba alternativa a sus intelectuales. Pero, dentro de una cosa tan poco filosófica como es que le obliguen a uno a profesar en determinada escuela, es un tomista original. Parte de esa originalidad le viene de su «sprit» francés. Veamos, si no, como muestra rápida, lo que dice en el prólogo a sus «Disputas teológicas»: «Para que sepas, lector, quién soy, sabe que entré religioso en 1620 (9). Al año siguiente comencé mis estudios en París y Roma con profesores tomistas de primer orden. Además de esto, me dediqué por mi cuenta siete años a leer y a meditar a Santo Tomás. En 1627 salí para Persia y la India, donde pasé doce años enseñando filosofía y teología. De regreso, estudiando aún más, he compuesto esta obra conforme al espíritu de Santo Tomás y de sus discípulos; pues la escuela tomista, aunque algunos maliciosos llamen ¨secta¨, florecerá siempre y en todas partes. Adiós, y aprovéchate de mi obra (10).

(cit.8) Felipe de la SSma.Trinidad, como él firma sus libros, es el primer gran escolástico que presenta en público en Europa a San Juan de la Cruz. La obra que más estima él entre las suyas a su Suma de Teología Mística, de gran valor por cierto, y de no menor influencia en los estudios místicos desde el S. XVII.

(cit.9) Disputationes Theologicae in Iam Parten De Thomae, Lyon 1664.

(cit.10) Cfr. V. gr, Coppems. Les harmonies des deux testaments en Nous velle Revue Théologique, 1949, 339-40.

Los discípulos de Santo Tomas a quienes alude, son sus predecesores Complutenses y Salmanticenses. Estos últimos son una obra tan imponente y tan bien proyectada hacia nosotros, que aún en cuestiones que podrían salirse de su especialidad, como v. gr, la terminología semántico-bíblica, tan trillada en posteriores clasificaciones, todavía hoy se impone su buen sentido (11). Pero, al Padre Felipe no se le impone ningún autor con tiranía, con estar en aquellas calendas la Reforma Teresiana tan orgullosa de sus Salmanticenses. Plantea así el gran escolástico francés su obra filosófica, y es otra muestra de cómo veía él la escolástica: «Entramos en el desierto horrible de la lógica, donde no se ven cosas reales, sino sombras y fantasmas de cosas, entes de razón. Toda ella es un laberinto de intríngulis y senderos de sofismas y falacias. Pero, iluminados con la luz vivísima de Santo Tomás, Doctor Angélico, y guiados por él, se atraviesa fácil y hasta alegremente» (12).

Muy distintamente de como degeneraron después en considerar a Santo Tomás otros escolásticos carmelitas posteriores, el P. Felipe le acepta, más por santo que por Tomás. No es rígido por eso en el intelectualismo tomista, y es palpable su originalidad, una vez más, en sus planteamientos de las pruebas de la existencia de Dios, tan rígidamente copiadas a la letra por otros autores de la Suma tomista. He aquí, sin embargo, algo nuevo: «Para conocer a Dios no es necesario el silogismo. Basta mirar la creación y deducirle de ahí como se deduce el fuego por el humo. Ni existen hombres tan cerriles como a veces se pintan en torno a esto. Todos esos tienen su razón y su juicio, como yo he podido comprobar personalmente en la India Oriental durante ocho años, donde tuve ocasión de tratar seres humanos salidos de las más recónditas entrañas de Africa. Aún cuando algunos de ellos no tengan ningún Dios, no por eso son incapaces de llegar a conocerle¨.

Y en esa debatida cuestión del constitutivo de Dios, tampoco es Salmanticense al milímetro el teólogo francés. Vamos a verlo. En primer lugar recoge opiniones, y orilla a la Cornejo que conocemos. Recuerda a la Escoto, quien pone el constitutivo metafísico de Dios en la infinitud, pues siendo esto lo único que Dios no puede comunicar a la criatura es lo mejor de diferencia entre ellas y su mejor característica.

Sin nombrarlos, enumera después el P. Felipe a los Salmanticenses, que ponen ese constitutivo en algo existencial, y precisamente en lo más inmediato a ese ficticio acto seguido de Dios en el entender.

(cit.11) Cfr. su Suma Filosófica. Lyon, 1648. Dice al terminar: «Todo esto es lo que se me ha ocurrido decir en filosofía. Aquí descanso mientras preparo la edición de algunas materias teológicas». Qu. XXV, art. IV, pág. 800.

(cit.12) O. c. q. XXII, art. III, ad 3.

Para esta clase de tomismo, el constitutivo metafísico consiste en ser una subsistente o inteligencia por esencia, por antonomasia. Sería, más o menos, un retorno a la fórmula misma de Aristóteles: «Pensamiento de pensamiento, pensamiento», aunque él no lo tenga en cuenta. Aquilata, con todo, su parecer el profundo filósofo.

La argumentación de los Salmanticenses contra Cornejo era que, puesto que la última perfección de una sustancia es su operación (la primera, e incompleta, es su esencia), en Dios habrá que buscar esa operación en algo sin lo que la esencia está truncada: en la existencia. Y esta existencia tiene que ser intelectual (hipótesis intelectualista), puesto que un depuradísimo espíritu, como es Dios, y según las premisas que prolijamente expusimos antes, no equivale a otra cosa que a una depuradísima inteligencia. Y el superlativo ese de depuradísima hay que colocarlo en algo actual, subsistente, y no en algo radical o primitivo, como opinaba Cornejo, por razones que sabemos también. Pero tampoco el P. Felipe está del todo conforme con la opinión Salmanticense. La razón es, dice, que, por ser gratuita e hipotética en Dios la distinción entre esencia y existencia, por basarse en ella, cae en el defecto de la sentencia de Cornejo. Está bien que se argumente desde la existencia, pero teniendo en cuenta que en Dios ese término hay que inclinarlo más a la significación de esencia.

Efectivamente, tres cosas pueden divisarse en ese término de entender: 1a), un determinado grado de naturaleza intelectiva (angélica o humana); 2a), la operación intelectiva concretamente, y 3a), la existencia concreta de la cosa o sujeto que entiende. De aquí se desprendería la prueba y bajo la presidencia de un axioma oportuno: el obrar, la operación, es consecuencia del ser, de la esencia; luego, si en Dios existe una inteligencia actual, existiendo, hay que fundamentarla en una esencia que sea capaz de originar tal operación específica y concreta. Ahora bien; la conjunción de la esencia con su máxima actualidad (operación) es ya existencia, luego donde no hay tal distinción real de esencia y existencia no hay tampoco porqué poner distinción virtual para defender esa sentencia de un constitutivo metafísico intelectivo. Sin distinción de ningún género, en Dios, estos términos quieren decir idénticamente lo mismo: esencia, existencia, subsistencia, inteligencia. Tenemos, pues, la misma sentencia Salmanticense, pero defendida con más vigor lógico aún. Espíritu quiere decir lo mismo que entender, Dios es ESPIRITU, luego es la inteligencia por antonomasia, la absoluta inteligencia que desborda verdad creando desde ella universos infinitos,

VII MISTICA LATENTE

¿Es original ese tomismo Salmanticense? Ese tomismo es la entraña mística de Eckart. Eckart es un místico del Verbo, frente a otras místicas más audaces, las carismáticas (San Pablo, San Juan de la Cruz), que son místicas del Espíritu, del Espíritu Santo. Naturalmente, aquí hablamos del Eckart rehabilitado (13). Eckart fue víctima de los franciscanos, que no descansaron hasta que arrancaron de Roma la condenación contra él, sobre todo cuando ven que la Orden contrincante en la hegemonía popular, la de los dominicos, logra la canonización de Fray Tomás de Aquino, cosa que ellos no habían podido lograr con Escoto. Ni se descarta, ante esto, tampoco la hipótesis de que, pese a las protestas de ortodoxia del sabio dominico, se le falsificaran textos para asegurar así el anatema pontificio.

Eckart era tomista de los dominicos que más competencia medievalista vienen demostrando. P. Théry cree no. Aunque Eckart tenga un profundo conocimiento de Santo Tomás, no puede llamársele discípulo, porque es excesivamente neoplatónico (14). Sin embargo, Eckart, en su defensa apela nueve veces a la autoridad de él. Para otro gran especialista en temas medievales: Longprée, Eckart, es, sin embargo, tomista, aunque sea a su modo, y pese a las fuertes influencias que sobre él ejercen el Pseudo-Dionisio, San Agustin, Ulrico de Estrasburgo Alberto Magno, según Grabman, el mismo Avicena. El P. Jansen equilibra estas opiniones diciendo que más que tomista es un auténtico orador. Eckart busca antes de nada, y después de todo, la atención de su auditorio. No es un puro especulativo. Le interesa sobre todo enseñar y recomendar una práctica.

Es maestro de vida más que de clase. De ahí su audacia palabra, su fórmula extraordinaria, y la profunda originalidad de exposición que le da tanto atractivo. Si seguimos a Longprée, el intelectualismo de Eckart, es lo más opuesto al voluntarismo franciscano-agustino. Eckart llega a afirmar que la ciencia es la razón de nuestra adopción por Dios, y que el principio constitutivo de Dios no es la ausencia, sino la inteligencia. Dios no es formalmente ser, sino ¨pureza de ser¨ (purista essendi), y, por consiguiente, Dios no es más que pura inteligencia.

(cit.13) Francois Jansen un essai de rehabiliation de Meister Eckart en Novelle Rev. Théologique LIV, 1927, 504-525.

(cit.14) G. Théry, Commentaire maitre Eckart le livre de la Sages en Arch. d’ histoire doctrinale litterarie Moyen III, 321-443. Véase, todo, el mismo autor, Edition des piéces relatives procés d’ Eckart contenues le ma 336 de la bibliothèque Soest, en ib., 1, 1926, y 1927, 131-268. El movimiento parte, sobre todo, del P. Denifle que es quien descubre las obras latinas del gran maestro, estudiado, estudiando, hasta él, sólo en las alemanas. La ignorancia y el menosprecio de la escolástica de tantos germanistas anteriores a este descubrimiento, les impidió interpretar bien al gran místico, según es sabido. Por ese lado parcial, v. gr., le invocaba al protestantismo. Sin embargo, Eckart es crucial por la influencia que ejerce en Nicolás Cusa, Angelo Silesio, Baader, Hegel, Schelling y Schopenhauer. Nada digamos en Jacob Boheme. Antes que en Cusa es también llave imprescindible para el estudio de Susón, Ruysbroeck y de Tauler.

Las cuestiones presentes, en el fondo, y hasta en la forma, renacidas de Grecia, puesto que están ya planteadas en Heráclito, y, más en Parménides y Sócrates, hacen, con las personas que las defienden y controversan en el Medioevo (Escoto, Eckart y González de Balboa), todo un ambiente encendido en el París de los primeros lustros del S. XIV. Son los años en que es General de la Orden del Carmen Gerardo de Bolonia, quien se inclina al sistema de Fray Tomás, aunque no le siga del todo. González de Balboa, el gran enemigo franciscano de Eckart, es elegido General en 1304, siendo Provincial de su Orden en Castilla. Gerardo había sido elegido en 1297, y es durante su mandato cuando estudia en París el adversario de Fray Tomás de Aquino, John (Juan) Baconthorp, que es quien influye más después en la teología de San Juan de la Cruz.

Los razonamientos de Eckart en torno a la cuestión de Dios en aquellos días, son: «Dios no entiende porque es, sino al contrario, es porque entiende. Dios es intelecto, no sólo entender, y el entender es el fundamento de su esencia, puesto que se dice en San Juan (1,1): «En el principio era VERBO». No dijo el evangelista: «En el principio era ente, y Dios era ente, sino que era Verbo. Y el verbo, o palabra, está del todo en la inteligencia, y allí está dicho, o diciendo, y no mezclado de entes o no entes. Además, dice el propio Salvador (jn. XIV,6): «Yo soy la verdad…»y, «todo fue hecho por El», como dice San Juan. Ahora bien; de la verdad dice la Escritura que fue creada al comienzo, antes de los tiempos» (Eccli, XXIV, 14). Por donde, Dios, que es Creador y no creable, es entender, entendimiento (algo productor, originador, creador), y no ente (creable). Reafirmo esto, insiste Eckart, diciendo que entender es primero y más alto que ser…. Es de otro orden.» Deduce también Eckart de aquí que en Dios no hay esencia ni existencia, porque si una causa es verdaderamente causa, formalmente no puede tener nada común con el efecto. Y como quiera que Dios sea causa de todos los seres, no puede ser formalmente ser. De no coincidir en denominar ser a su entender, que entonces no habría cuestión.

Como puede apreciarse, Eckart es sumamente místico. Saca consecuencias del maridaje que había querido hacer Santo Tomás de Aristóteles con el Pseudo-Dionisio, uno de los más complicados que ha hecho la especulación humana. La trascendencia de Dios le lleva, como al Pseudo-Dionisio, a aislarse de todo vocabulario común. Para el Areopagita, Dios es «EL SOLO», y, por lo tanto, Intraducible, como había dicho también San Gregorio Nisseno, el teólogo griego de más vuelos. Claro que no se ve muy bien la lógica de Eckart al traducirle al término inteligencia. Pero lo que sí se ve es su afán místico de descolastizar a Dios, de arrancarle del morboso ambiente dialéctico que se le había creado en aquellas vacaciones escolares de la Edad Media. El quería proponer de nuevo un Dios vital, el del Evangelio y con los atributos del Evangelio, accesible, comprensible y revelado. El no encontraba en el Evangelio otra cosa que eso. Lo otro se podía encontrar en Aristóteles y, a través de él, ya era muy distinto leer el Evangelio o a San Pablo.

Sin embargo, Eckart está muy lejos de San Agustín. Está en la línea del intelectualismo, y lee la Biblia como intelectualista, y extremado, haciéndola decir lo que él quiere que diga para su sistema, como ha pasado siempre. Porque, al contrario que otros místicos fuertes, como v. gr., el Kempis, Eckart argumenta también con Aristóteles (III Metaphis.): «En matemáticas no hay ni finalidad, ni bondad, y en consecuencia ni ser, que ya estaría en su bondad». Y si el mismo Aristóteles dice (VI Metapfis.): «El bien y el mal están en las cosas, y lo verdadero y lo falso en el alma; la verdad no es cosa, no ente, porque nada la causa», aplicado a Dios da sumas conclusiones intelectualistas. Como tampoco era muy lógico el gran mistico en su campaña descolastidora de la divinidad al aplicarle tales técnicas, quizá por veneración al método de su venerado predecesor Fray Tomás. Además, aplicada su teoría a la psicología, da esa proposición XXVII que condena, entre otras, Juan XXII, el 27 de Marzo de 1329: «Hay en el alma algo increado e increable: la inteligencia. Si toda el alma fuese inteligencia sería increada e increable». ¿No era una fórmula clara de panteísmo psíquico? Para sus adversarios, por lo menos, sí lo fue, y bien que lo aprovecharon. Si el hombre tiene inteligencia y esto es algo increado, está harto claro el monismo idealista que aprovechaba Hegel después conectando con Eckart precisamente.

Pero, dando supuesta la ortodoxia del gran Maestro dominico (15), hay algo en sus cuestiones dentro de la misma ortodoxia. Está reflejado, en primer lugar, el problema irresuelto del contacto Dios, lo mismo que el de la estructura del alma humana para ese contacto, cosa que la mística ha salvado siempre, máxime en caso de San Juan de Cruz. Pero, sobre todo, y esto es de más importancia, para Eckart es la primera mística que conoce el sistema tomista. Y, se trata de una mística especulativa, intelectualista. Y, de ahí procede también que la otra gran mística europea, llamada contemporáneamente «escuela mística carmelitana» derive también por ese camino arrastrada por la imposición que hizo del tomismo en la Reforma del Carmen Descalzo General Doria. Esto, pese a que el propio reformador había sido San Juan la Cruz, discípulo de San Agustín y del nominalismo. El problema de esa confluencia extraña son los teólogos Salmanticenses.

(15) En Rev. Neooscolat de Philosoph., 29, 89-90. Durante el proceso intentado contra él por Juan XXII, Eckart compone una memoria, hallada y publicada por Daniels, y que interesa más para conocer su temperamento que su filosofía. De ella se deduce que sus intenciones no eran dudosas. El quería evitar el panteísmo y quedar en la ortodoxia. Reconoce que usa expresiones equívocas, pero que no deben tomársele a la letra. No quiere destruir la autonomía de la criatura, sino establecer que las comparaciones a que tiene que recurrir deben servir a una filosofía pluralista. Parece, que lo que más presionaba no era la herejía larvada sino los franciscanos curiales de Avignon. Dice, no obstante, de Wulf que una cosa eran sus intenciones y otra su lógica. Al no coincidir la intención con la lógica, los historiadores se han dividido al interpretarles. Denifle, por ejemplo, le salva de toda ortodoxia y Delacroix lo coloca entre los panteístas.

¿Está clara la infiltración de una mística en otra? La escolástica es una serie de silogismos que se origina en el hecho místico del profetismo y de la revelación. Las especulaciones que pueden seguirse a esos hechos son, en la historia, más o menos prolijas, pero rara vez logran aislarse de tal modo que logren independizarse o hegemonía sobre su fuente. De aquí que las de la controversia eckartianas, dada su importancia, pasaron poco a poco a ser «quaestio» en las clases universitarias y en tiempo de los Salmanticenses, sin percatarse, ellos mismos, que eran vitales aún. Los teólogos carmelitas creían que estaban aleccionando ajenos al hecho místico, y lo que hacían era continuar una mística de signo contrario a la que representaba su propia Orden, antes de Doria, y la que sigue representando después, pese a legislaciones extrínsecas, ese remordimiento de conciencia para el intelectualismo que se llama San Juan de la Cruz.

No era esa cuestión de Dios, como puede apreciarse ya, una de tantas cuestiones en la escolástica, de carácter bizantino, por más que ahora pueda parecernos tal a nosotros. De que el constitutivo metafísico de Dios se pusiera en una o en otra cosa a primera vista parece que habría que deducir consecuencias muy pobres. No es así, sin embargo. En esa actitud defendía el tomismo que la voluntad de Dios está sujeta a su lógica, a sus cuasi-ideas. La antropología tomista es ya una consecuencia de eso también. Por lo menos Eckart, al aplicar a la antropología sus premisas la puso en quiebra porque en la cuestión iba implicada una cuestión mística irresuelta hasta él y hasta nosotros: el contacto de Dios con el espíritu, la captación de Dios por parte del alma. Para Eckart ese contacto se resolvería en identidad intelectiva, o cuando menos, en un convencionalismo intelectivo, dando por solucionada su hipótesis de ecuación entre inteligencia y espíritu. Y el problema es hondo. No sólo afecta a la postura que se escoja para hacer la historia de la mística, sino la de nociones teológicas esenciales, como es la del concepto de sobre-natural, o adición a lo natural con que ya cuenta el espíritu para ser tal. Porque, fundada en esta noción de adición está la terminología de los Padres Griegos, reflejada en el Pseudo-Dionisio: «súper-esencial», «súper-sustancial» (más allá de lo sustancial), que tanto maneja toda la mística anterior a San Juan de la Cruz, y que equilibra tan bien.

Efectivamente, esas nociones no sólo se aplicaban a la trascendencia de Dios, a su distancia inmensa de nuestra conversación y de nuestros vocablos, sino a la del alma humana en contacto con EL. Alberto Magno, con otra tradición, que sería prolijo exponer aquí, nos habla del alma que, en su parte más espiritual, transciende la naturaleza (lo espacial y lo temporal).

Y la noción neoplatónica de súper-esencial para calificar a Dios, con la que se quiere decir, más que lo que es Dios lo qué no es, lo que deja de ser Dios, que es lo que tenemos por esencial, intentando salvarle de tranquilas especulaciones que se han creído acercársele bajo el equívoco de la analogía, ha sido un mérito del misticismo cristiano, siempre robusto y a tiempo para revigorizar la especulación. De otra parte, cuando Santa Teresa en su ingenuo comentario del Padre-Nuestro, dice que no trata allí el Buen Jesús del pan de estos cuerpos groseros, sino de un pan «puesto en altísima contemplación», y que «allí se gusta», no haría más que volver a la tradición sin enturbiar en Casiano y en San Jerónimo (16). Nada digamos del éxtasis filosófico que supone San Juan de la Cruz con su «saber no sabiendo, toda ciencia trascendiendo».

Frente a ese misticismo medieval que decíamos, de una exploración de Dios desde ese juego de reflectores intelectuales, está el misticismo de tensión, el amoroso (que no equivale a sentir, como decíamos), el del incansancio y la infatiga cuando la inteligencia se decepciona en sus oteos. Es la tesis aprovechable de Descartes: hay un querer que está sobre nuestra lógica, el querer de la Omnipotencia; luego la lógica ya no es lo primero.

Terminemos con estos elementos imprescindibles que San Juan de la Cruz presta al investigador desde sus lejanísimas excursiones: «Por grandes comunicaciones y presencias altas y subidas noticias (ideas) de Dios que un alma en esta vida tenga, no es aquello esencialmente Dios, NI TIENE QUE VER CON EL» (Cántico, 1,3). Ante esto, no queda más que su poema de la ausencia: «A dónde te escondiste, AMADO… (Cánt., 1.), con aquellos comentarios suyos a que remitimos al lector.

(16) Cfr. de Lubac, o. c. págs. 351-53, y la nota 3 de este trabajo.