A Julián Marías, recordando aquel Instituto de Humanidades.

Cada día, en nuestro mundo de hoy, la «dignitas hominis» se ve más rebajada y reducida a su mínima expresión. En cambio, crece la máquina y el autómata. Nuestro tiempo emite, casi sin honda meditación, programas sociales e ineficaces teorías económicas. En la pobreza teorética actual se oye jadear la monotonía de la máquina prepotente. A tal punto ha llegado la automatización de la vida contemporánea, que la inocente poesía ha querido ser automática en las realizaciones poéticas del suprarrealismo. Por otra parte, no poco automatismo se percibe en el pensamiento actual.

La poesía ha dejado de ser, por obra de los maquinistas del verso, un «bien superior» para ponerse al alcance de la primera audacia analfabeta. Y no se detienen ahí nuestros males: la creciente imbecilidad del público desorientado suele acoger de modo favorable los adefesios más entristecedores del alma, cuyas existencias sólo tienen una pálida justificación si comprendemos que el espíritu ha caído en el más profundo abismo que recuerda la Historia.

Ya es hora de que los enemigos de la razón sean denunciados. Se hace urgente que el espíritu vuelva a sentarse en el trono de la inteligencia, hecho luz por la resuelta ecuación de los fundamentos que hacen posible la armonía del Universo.

El espíritu se manifiesta eficaz cuando la medida rige sus obras concretas -música o poesía, amor o teoría-, y también cuando la perfección del triángulo del bien, la belleza y la verdad es sustancia de que se nutren sus hechos. El espíritu es arquitectura y, por ello, norma. De todo lo amorfo huye. Sólo allí, en ese reino donde el cordaje de la armonía lanza sus notas, se muestra plenamente.

Es indispensable que aprendamos a efectuar las sumas de la verdad con cuidado exquisito. Cuando en el complicado cálculo de la verdad se incurre en error, las fuentes de la vida perdurable se enturbian y ya nada se ve con claridad en el orbe de la Cultura. El error que se comete en un grano de arena no es mínimo como podría suponerse; desdichadamente, alcanza proporciones universales,

Todo el arte automático y toda la política mecanizada de nuestros días, ofrecen claros signos de indudable esclavitud. El mundo actual es esclavo de su pasión maquinista. A tal extremo ha llegado la intromisión de la máquina en nuestra existencia, que se estima alto nuestro «nivel de vida» (esa es la frase clave en la época que ahora transcurre) si poseemos todos los aparatos mecánicos que se consideran necesarios dentro de los usos modernos.

Nuestro «nivel de vida» no depende, como podría suponerse, de la propia grandeza moral, o de nuestra agilidad mental, o, acaso, del afinamiento de nuestra sensibilidad. Para saber hasta qué punto llega ese «nivel» se atiende más a si poseemos o no un automóvil, una nevera o un equipo de alta fidelidad. Si no poseemos ninguna de esas máquinas modernas, el fallo exquisito no ofrece dudas: nuestro «nivel de vida» no es bajísimo, sino nulo. El admirador y esclavo de la máquina lanza una mirada de conmiseración sobre nuestras vidas opacas. Ya el conocer profundamente a Shakespeare o a Platón, la lengua griega o la Biología cuántica no sirve para que nuestra vida esplenda en la sociedad. Ser un cuidadoso autor de bellísimos poemas, de música profunda y divina, o un enamorado de la verdad y el bien, más que luminosidad invasora es lastre frente al entusiasmo automático que impera en la tierra. La máquina no tiene nada de malo en sí misma. Puede, usada con tacto, ampliar las comodidades en la esfera de nuestro vivir.

Lo que resulta malsano es el fetichismo (resabio de nuestra vida primitiva pasada) que de ella nace. El hombre actual agrega a sus muchas locuras cosechadas en la Historia, la demencia maquinista. Y su locura de hoy es triste como el objeto que la engendra.

¿Os habéis detenido a pensar en la idiotez gigantesca que es el llamado «culto a la velocidad»? La velocidad, por su parte, es el camino más corto que el hombre recorre actualmente para conseguir el aturdimiento. Entre las drogas que con descaro usa el hombre de hoy tenemos que agregar la cibernética. Ese anhelo de velocidad y de gobernar apunta a la raíz profunda del desamparo del hombre automático de nuestros días.

Pero, como se sabe, el alma no resuelve sus problemas por los caminos de la velocidad sino por los demorados de la meditación. Es la vocación del espíritu que se ensimisma la que ha ido dando todas las soluciones humanas a los múltiples  problemas que el vivir plantea.

Con la precipitación y con la embriaguez de velocidad no hubiese sido posible el brillo y la mirada certera de la Grecia antigua, el Medioevo no habría acendrado la riqueza meditativa del alma y el Renacimiento no hubiese dado a la vida el imperial esplendor de sus humanistas. ¿Qué hubiera sido, con el ritmo veloz que nos mueve, de los filósofos del Siglo XVIII, ávidos de las certidumbres de la vida ilustradas por el resplandor de la verdad? En aquellos tiempos la «dignidad humana» era el auténtico «nivel de vida». No se le hubiese ocurrido a ningún hombre del Siglo XIX, no obstante la destartalada visión de su alma romántica, depositar tan extraordinaria confianza en la maquinaria.

Es con estupor que contemplamos estos desmanes del espíritu contemporáneo. ¿Será acaso que la inteligencia ha de considerarse en un futuro próximo como una simple reliquia de edades pretéritas? ¿Ha sonado la hora en que un remoto instinto mecánico, insisto en la vida humana, habrá de sustituir en su oficio al quehacer teorético y sentimental del hombre?

Penosos son los días que recorremos. Nuestra época de Bancas, radiante de la luz artificial de las operaciones bursátiles, llena de mercaderes histéricos, donde, por primera vez en la historia, la ignorancia regocijada se recrea, vociferante, en el Agora, no ha de durar ni ha de sustituir al Alma y al Espíritu.

Los caminos de Roma son los de la eternidad. La esperanza y la verdad reposan aún en el Evangelio que en la Ciudad Eterna resplandece. No podrán los fariseos actuales, con alma de maquinarias, empantanar una sola frase de Dios. Los hechos dominantes podrán ser -de hecho lo son- los mecánicos y los económicos, pero no son, afortunadamente, los esenciales. El hombre verdadero, en el que la palabra de Dios ha encarnado, no puede perder su alma resolviendo puras cuestiones mecánicas y económicas. El hombre de Dios ha de salvar la esencialidad del Alma y del Espíritu.

Es sembrando semillas de insensatez como el demonio obtiene sus cosechas. Es intentando opacar los dones de Dios como tiende sus trampas a las almas. Es evitando las creencias y la generosidad del corazón como gana sus batallas, que han sido calculadas con perfección de genuino estratega. Entre las argucias del Demonio es conocida aquélla con que pretende hacernos creer que él no existe. Otra, es sembrar el escepticismo en la Inteligencia. Esto es, si el hombre considera que entender es imposible, los caminos de la verdad se desvanecen.

El Demonio encarna la mentira y el error. Los enemigos de la razón, los desaforados amantes de lo mecánico y de las doctrinas disolventes, pertenecen a las legiones mercenarias del Maligno. Han empeñado sus almas a cambio de los aparatosos placeres mundanales. Llenan, soldados del error, de lascivia a la inocencia; intentan enturbiar a la verdad con las sombras del engaño.

Todo problema social, humano, es en el fondo religioso. Se comete grave error en considerar que el hombre «tiene religión», cuando lo cierto es que el hombre «es religión». Está re-ligado a Dios. Es cuando el hombre se des-liga de Dios -al perder esa «religación» por el pecado- que su Espíritu (Razón) y su Alma (Intuición) se sumergen en las sombras. Esta es la hora fatal en que lo mecánico y la mentira se alojan en el centro del vivir, desvirtuándolo. Reina, entonces, la insensatez de Satanás.

A todos los problemas del hombre de hoy se les ha querido dar una solución política. Hemos pensado que el hombre sólo tiene una realidad «ciudadana». Como se ve, buscamos a su problema un cauce externo. Para resolverlo, preferimos enzarzarnos en las apariencias, y es que el mundo de lo evidente no puede sernos propicio por estar «alterada» la percepción de nuestra alma. El menoscabo y falsificación del alma se ha producido por el corte que le hemos dado a nuestra «religación». Es con la Reforma cuando una parte considerable de la humanidad, en Occidente, comienza a «desligarse» de Dios. Es curioso confirmar como es esa misma parte la que ha llevado a su cenit el desarrollo maquinista.

Desligado de Dios el hombre pierde su libertad. Porque sólo es libre cuando practica el bien, y su esclavitud se manifiesta cuando es el mal lo que sale de sus manos. Nada hay de malo, es conveniente repetirlo, en que el hombre invente máquinas para su bien y para servicios que hacen posible el dominio de la naturaleza, que siempre se resiste a nuestra acción. El mal está en que se «ligue» totalmente a lo mecánico.

Los problemas fundamentales del hombre, lo vamos intuyendo, no alcanzan cumplidas soluciones desde los planteamientos políticos; es necesario que nos acerquemos a la tendencia teológica del hombre para que aquéllos comiencen a revelar la oculta almendra de la verdad que encierran.

Señalábamos que el Demonio tácticamente siembra el escepticismo en la Inteligencia. Si el hombre considera «evidente» que es imposible obtener el conocimiento de la verdad, cierra, con esta actitud, el camino que le conduce a encontrarse con Dios. En el escepticismo, como es palpable, si se comete un asesinato de la Teoría del Conocimiento, al mismo tiempo se asesina a la Teología. Dios se identifica con la Verdad. Al cancelar el escepticismo el camino que conduce a la verdad, cierra la posible vía del encuentro con Dios.

Verdad absoluta es lo que busca afanosamente la Filosofía; al puerto de la verdad absoluta o Dios se dirige la navegación religiosa (1). Es tal verdad absoluta la que es imposible ver donde todo sufre la invasión del materialismo maquinista. Esta ansia insaciable de máquinas y ese desaforado entusiasmo por lo mecánico ha llegado a alojarse en la soledad donde el filósofo y el sociólogo encienden sus meditaciones.

(cit.1) Cf. MICHELE FEDERICO SCIACCA: «Filosofía y religión», su obra En espíritu y verdad, Madrid, 1955, págs. 15-18.

La falta de estilo del vivir de las masas que prolifera en todos los estamentos de la sociedad, es otra prueba del absorbente dominio de la mecanización. El irracionalismo preponderante en las Ciencias, en la parte normativa de las Artes y en los preceptos de la Vida Religiosa, son otras tantas notas del fenómeno que estamos señalando.

El desorden en la actividad de las instituciones contemporáneas; la falta de ética en el quehacer profesional, en lo artístico, en el rumbo de la política -ebria de imprecisiones y falacias-; la mentira practicada como deporte en la pequeña  convivencia cotidiana; el ocultamiento del alma en la poesía y en las prácticas religiosas: he ahí las cosechas de la insensatez mecanicista. En estos «frutos» se siente la fuerza demoníaca que impulsa a nuestro mundo revuelto y hechizado por el desorden.

Los fundamentos éticos del vivir cotidiano van náufragos a la deriva. Un coro de indiferencia ve pasar, sin cantarlos, los atropellos que contra los valores espirituales cometen las fuerzas de la demagogia criminal.

En la conducta, cuando la norma rige el desarrollo de la sociedad, lo que se contempla es la eficacia de la verdad, del bien y de la belleza que va, insensiblemente, fundamentando todos los actos de la existencia humana. Cuando el bien adviene sobre el alma de las naciones, en los actos de su voluntad  preferente se recogen las enseñanzas de la vida divina. El hombre, impulsado por el amor, encuentra en su intimidad lo viable de su comportamiento bondadoso. A conquistar la plenitud de ésta tenderán naturalmente las potencias del alma.

Los contenidos del alma no son estáticos. Por eso el bien, la belleza o la verdad pueden perderse entre la corriente de su dinámica fluencia. Como en el alma todo se mueve y tiende a resolverse en pasado, esto es, en memoria, el hombre, para conservar el bien o la belleza, el amor o la verdad (valores que dan sentido a la existencia humana auténtica), ha de usar la voluntad para que, por decirlo así, en el área de su alma siempre se perciba el efluvio de todos esos valores que fundamentan el vivir.

Y en esto consiste la ética: en el uso recto que el hombre hace de los valores dentro de su vida. Y la vida es inmoral, falsa, cuando los valores no rigen su destino. No hay dudas de que lo bueno es substancia del orden moral. Pero no se manifestará en la conducta humana a menos que no sea empleado para que cada concreta situación obtenga su cupo de claridad. En los actos humanos, si el bien no orienta, todo se enturbia, se hace torpe y de negras entrañas.

La clarificación que la moral obtiene con las prácticas de la bondad, es también incrementada por el resplandor de lo verdadero. No hay conducta moral sin el hondo estilo que crea la verdad en sus manifestaciones.

Y henos aquí cercanos al meollo de la problematicidad del espíritu creador del hombre actual. En sus prácticas creadoras se ha visto obligado a separar un conjunto de objetos homogéneos para crear una ciencia. Su ebriedad epistemológica lo ha conducido, en notables ocasiones de la Historia de la Cultura, a equivocar las funciones del conocimiento. Lleno de entusiasmo, el hombre ha llegado a creer que la inteligencia se basta a sí misma. Entonces, creyendo estar en lo cierto, ha proclamado una Gnoseología desligada del operar del mundo de los otros valores.

Esto explica la entronización, en nuestro mundo intelectual, del crítico desprovisto de ética. Solemos decir repetidamente que la inteligencia que no tiene su fundamento en lo ético no logra manifestar nunca las precisiones inherentes al  intelecto. La inteligencia desligada del bien sólo consigue mostrarnos el mundo de la dóxa (opinión) y no llega a expresar las fecundas certezas de la epistéme (ciencia).

No ignoramos que existe en la historia del pensamiento ético enorme disparidad, no sólo en las soluciones, sino también en los criterios con que se ha intentado fundamentarlo. Tenemos muy presente que en materia de Epistemología, las maneras de entenderla han de variar con notoriedad si se sustenta una tesis realista o, acaso, pragmatista. Pero esto no constituye ningún obstáculo para nuestra comprensión de los problemas aquí estudiados. Por otra parte, no consideramos oportuno «discutir» los diversos puntos de vista que dan nacimiento a todas las escuelas o actitudes filosóficas. En nuestra exposición aprovechamos aquellos criterios que pueden contribuir a afianzar nuestro propio modo de pensamiento

Procuramos evitar que entre «nuestra teoría» y la «experiencia de la vida» no exista una enorme distancia. Hemos tenido muy en cuenta a Platón y a Max Scheler, por ejemplo, pero nos dejamos guiar por nuestra intuición y por la vivencia de los temas aquí expuestos al meditativo discurrir de otros espíritus.

Desde luego, no seríamos capaces de aproximarnos a alguna certidumbre sin seguir metódicamente nuestro talante religioso. De ahí que si consideramos, con Ortega, a «la vida» como la realidad en que están radicadas todas «las cosas», pensemos que, por su parte, la vida humana y, por ello, nuestra propia vida «ha de radicarse» en Dios. El hombre no es cosa, como bien señala Ortega, por eso no «tiene ser», no obstante, siguiendo el rumbo de su vocación (de su proyecto de vida) «alcanza a ser», se arraiga «al ser», esto es, se sumerge en la eterna existencia de la divinidad. El hombre «tiene ser» cuando se produce el encuentro con Dios, en ese instante su religación se hace patente en el mismo seno de Dios.

De Dios salen todos los problemas y en la transparencia de su infinita bondad se encuentran todas las soluciones. La presencia divina en el humano religado no es dóxa, sino epistéme, esto es, teología. Es en la ciencia de lo divino en donde reposa toda la verdad ansiada por los hombres a quienes torturan los más diversos rumbos del pensamiento.

Filosofía y Religión, como es notorio, no pueden continuar separadas; tienen en común la búsqueda del mismo objeto: la Verdad. Llevan en su seno el mismo problema esencial: el de la vida. Procuran penetrar en su sentido y en su destino.

La Filosofía y la Religión son dos modos, mejor, dos caminos para llegar a la verdad. La Filosofía capta «sus propios objetos» estableciendo un orden racional. La Filosofía ha de pasar su mirada indagadora sobre el mundo de las cosas, y por ello desentraña la estructura objetiva del mundo. Es, principalmente, Ontología. La Religión tiene su norte en la Fe y en la Esperanza. Por la Fe se afirma en la verdad. Por la Esperanza sabe que, aunque tarde en su empeño, ha de obtenerla. Es metódicamente Doctrina.

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En la Filosofía el problema de la existencia del hombre se resuelve en Antropología. En la Religión, éste se centra en la Moral. Pero tienen ambas en lo profundo, como ya hemos señalado, un quehacer principal y más comprometido: el encuentro con la verdad absoluta. Arriban Filosofía y Religión, después de atravesar diversos cruceros por la verdad, a ese último y radical problema que es Dios. Es al acercarnos a sus orillas cuando más dramática se vuelve la Filosofía. En cambio, la Religión, al aproximarse a esas márgenes, se torna más serena y contemplativa.

Se obtiene la más alta dignidad humana al producirse al encuentro con Dios. En el alma personal en que permanece la luz de la presencia divina, tenemos la prueba palpable del advenimiento de la santidad. Pero esto es lo que acaece en las regiones purísimas de Dios. En esta ribera apagada de lo humano, es el logos el que ilumina los secretos de la existencia. El «nivel de vida», en esas zonas demoradamente indagadas, proviene de la certeza de la inteligencia y de la claridad de la contemplación. En su ruta, señalada de horadantes meditaciones, el filósofo agrega precitud en el contenido de la verdad.

Lo que más nos entristece en el mundo contemporáneo es confirmar que la capacidad contemplativa y meditativa cada vez florece con más debilidad en la conciencia del hombre. El hombre «próximo» a nosotros, esto es, el hombre de hoy, que usa el analgésico de la velocidad, ignora los tesoros que pueden hacer surgir en su vida interior. Su nivel de vida lo consigue por y entre aparatos. Aparatosa y falsa es su conducta social. Es evidente el vacío ético en que se produce. La constitutiva indigencia del hombre se muestra en la incapacidad de mantenerse dentro de la vía de la verdad. Esta indigencia humana termina cuando adquiere modos del ser en la esencia de Dios. Antes de ese encuentro, el hombre calma su «anhelo de ser» en el contacto con las cosas. El conocer lo alivia un poco de su desamparo objetivo, «de su nihilidad ontológica» (2).

(cit.2) XAVIER ZUBIRI: «En torno al problema de Dios», Naturaless Historia y Dios, Madrid, pág. 431. Sólo uso de Zubiri el sintagma que aparece entre comillas.

Lo paradójico de la existencia del hombre consiste en su constitutivo ¨no ser nada¨. El desamparo humano se sostiene dramáticamente en y con las cosas. Sin ser el hombre cosa, procura con la prestación de conocimientos que las cosas ofrecen,  anhelos de persistir y ser. Es del arraigo gnoseológico de donde surge la dimensión heroica del hombre. Por estar abierto a las cosas, descubre que «hay» cosas. Este descubrimiento lo enraíza en el ensueño de ser. De este ensueño nace su actividad creadora, en la que el Espíritu y el Alma toman formas palpables al través de sus obras.

Pero el hombre no tiene solo su propio problema: imperioso problema de vivir. A ese drama que toda vida humana, arrebatada por el naufragio de existencia (vivir estar constantemente en naufragio), se agrega el problema que la circunstancia azarosamente aporta. Entre las muchas cosas que encuentra, debemos señalar el tiempo y su circunstancia. Estas imponen a su vivir notas con las cuales tiene que contar necesariamente. Desde ellas su historicidad se manifiesta. Además de su propia vida, el hombre ha de resolver las teorías y las creencias que flotan en el medio histórico en que se desarrolla el drama de su vivir.

Entre los ingredientes que impulsan -y, por otra parte, obstaculizan- la actividad creadora del hombre actual, tenemos las teorías de Carlos Marx. Estas son partes de la circunstancia en que nos encontramos. Falsas o no, fatales o fecundas, están contribuyendo a formar el tejido de nuestra época. Por ello hay que tener presente al marxismo. Ante su realidad, no debemos hacer lo que el mito cuenta del avestruz que se siente cazado: esconde la cabeza entre las arenas del desierto. De las ideas no podemos huir o escondernos. Hay que ir a ellas como va el torero hacia el toro en las tardes de triunfo, aunque éste se tiña con el ocaso de su sangre de valiente.

El marxismo abandona el mundo intemporal del deber (de la ética en Dios) e ingresa en el curso histórico real (mundo de lo cambiante). ¿Conquista la justicia preconizada o la equitativa repartición de los bienes terrestres?

Desde aquel día en que la soberbia humana sustituyó a Dios (realidad permanente) por lo económico (realidad que varía), ingresó la violencia reiterativa en la dinámica de la Historia. Intentó Marx «activar históricamente la maduración de su tiempo como paso hacia la justicia» (3), pero buscó apoyo a su deseo de salvar al hombre en una ciencia puramente material. Huyendo de la utopía de lo absoluto su pensamiento fue a dar en la estéril utopía de una política agresiva y sangrienta.

Marx realiza un cambio violento en la función de la Filosofía: la saca de la actividad congnoscitiva para transformarla en acción modificadora del mundo. La Filosofía en sus manos deja de ser contemplación de lo real para convertirse en actividad. Marx imprime su talante fundamentalmente político en el campo de lo especulativo. Este activismo sustentado por Marx ha ido engendrando las calamidades más grandes de la historia. La agresividad de su pensamiento revela que éste es incapaz de comunicarse caritativamente con el mundo de las cosas y con la profunda realidad humana. En su obra ha elaborado una ciencia que se proclama a sí misma, fanática de su propia validez, pero que no muestra ningún objeto valioso conquistado a la realidad. Es, antes que nada, materialismo. Tal materialismo no es trascendente -no tiene en cuenta la física y la química, por ejemplo- ni imanentista. Es materialismo sociológico, que pretende hundir sus raíces en la estructura de una sociedad politizada. Ante todo, se fundamenta en la actividad económica de los pueblos.

Marx cree que el mundo es trabajo y nada más. Con el trabajo el hombre se produce a sí mismo, adquiere «su sí mismo». Para el creador de la dialéctica del materialismo histórico, el hombre es la ultimidad; éste, por tanto, no necesita ningún fundamento trascendente, no depende de nadie -por ejemplo, de Dios-. El hombre se crea a sí mismo y a su mundo.

Es patente, si tenemos en cuenta lo enunciado, que la Ontología y la Antropología marxistas padecen de ceguera y que están incapacitadas para ver más allá del activismo. Una indagación ontológica precisa nos muestra que el hombre no se crea a sí mismo, ni al mundo ni a su misma actividad. Esta última está condicionada, en gran medida, por las ideas y creencias de su momento. Es, en casi su totalidad, producto de la dinámica social. Siguiendo la indagación iniciada, nos es provechosa la certeza que la razón ofrece de que el hombre no ha creado ni su cuerpo, ni su alma, mucho menos las actividades profesionales que encuentra en su medio y ni siquiera el activismo proclamado por la doctrina de Marx.

(cit.3) KARL JASPER: «La exigencia del carácter científico», La razón y sus enemigos en nuestro tiempo, Buenos Aires, 1953, pág. 13.

No cabe duda que el hombre está frente a las cosas: con su yo se enfrenta a la política y a la economía, o se pone frente a su cuerpo y su psique, o ante los astros. Son cosas con las que se encuentra  -su circum-stantia-, lo que está alrededor de él; todas ellas están esencialmente referidas al yo. Este  -como señala Ortega-, no es cosa aislada e independiente, «es», sin disputa, el que se encuentra con las cosas y está siempre en una circunstancia determinada. Como se ha podido comprobar, las realidades a que aludimos le son, en cierta medida, ajenas, son «cosas usuales» en la actividad de su vivir; pueden, en última instancia, contribuir a formar su biografía. Esto es, la imagen histórica que por sí mismo deja a otros contempladores (4). ¿Pero es, acaso, la imagen que de Napoleón tenemos, «él mismo»? ¿El hombre tiene realidad sustantiva en el mundo en que vive? Ya hemos señalado la gravísima nihilidad ontológica que ofrece su vivir.

Pretender que lo económico es el fundamento de la vida humana -ya sabemos que no lo son, entre otras muchas cosas, el alma ni el cuerpo, con los cuales nos encontramos igual que con un bosque-, es sustentar una metafísica roma e incapaz de obtener explicativamente el sentido de la vida. Porque de eso se trata: el hombre tiene necesidad de clarificar su vi da, que se le presenta oscura e impenetrable. Acogiendo lo activo (motor de la vida política) en la Filosofía, se condena el marxismo a una desenfrenada actividad y se incapacita radicalmente para conocer. En esta teoría hay, por otra parte, lo que sus prosélitos llaman «mística de la acción», pero no amor al conocimiento. De ahí que presientan los seguidores de Marx que su fe puede desvanecerse al impacto de la razón vital; por ello son alérgicos a todo brote cognoscitivo. Saben que la inteligencia no puede ser  encadenada a una ciega actividad o a oscuros designios. La inteligencia nada más llega a sus fines iluminando las cosas y trascendiéndolas. Por eso, no puede ser sujetada a la tierra por el imanentismo ni menos por el politicismo marxista. La inteligencia tiene hambre de verdad absoluta y no le es posible satisfacerse con los problemas de las organizaciones proletarias.

(cit.4) El rumbo de estas ideas parte de JOSE ORTEGA Y GASSET, Obras completas, Madrid, 1955. Como simple muestra, véase el estudio «En torno a Galileo», cit., tomo V, págs. 11-164.

Con el marxismo la vida y el espíritu quedaron degradados. Su ciego activismo sembró el error ontológico y la mentira política en los predios, entonces yermos, de una fantasmagórica existencia cultural. El marxismo, no hay duda de ello, había dejado el pensamiento en franca decadencia. Sus ruinas ideológicas pedían a gritos ser derribadas y sustituidas por edificios pensantes más arquitecturados por la verdad. El historicismo, más tarde, escapando a la repetición inerte de ideas pasadas, intentó una reconstrucción en la que se perfeccionaba la mejor tradición filosófica del siglo anterior. Fue en gran medida un promotor de libertades y ayudó a cancelar viejos errores que con renovados impulsos tantas veces intentaron perpetrarse en todos los campos de la cultura. El historicismo, que obtuvo concreción y jerarquía filosóficas con Guillermo Dilthey pudo ser clima fecundante -las circunstancias históricas y cierta anomalía en el modo de producirse la propia obra de Dilthey lo impidieron- para que una filosofía nueva, de grandeza teorética indiscutible, fuera creada, casi desde su raíz, por José Ortega y Gasset. Esta filosofía está en marcha. De su clara fuente hemos visto beber a los pensadores más genuinos -y azorantes- que a lo largo de su común cultura han tenido España e Hispanoamérica. La Filosofía de la Razón Vital es una de las grandes conquistas del pensamiento de Occidente que aún aguanta su cabal desentrenamiento y aplicación, para que de este modo participe, méritos científicos le sobran, en la corriente viva del pensamiento filosófico que hoy mueve al mundo.

Cabe destacar, que en importante ensayo aclaratorio, José Ortega y Gasset cuenta con rigor intelectual su encuentro con Dilthey y lamenta no haberle conocido diez años antes, aunque reconoce, inmediatamente, que esto no hubiera variado en lo fundamental el sentido y la proyección de su obra. Ortega y Gasset ve un «insistente paralelismo» entre su pensamiento filosófico y el de Dilhtey, y se refiere, con sinceridad ejemplar, a lo azorante que es encontrarse «ya muy dentro de la vida, de pronto, con que existía y andaba por el mundo otro hombre que en lo esencial era uno mismo».

Más adelante señala que por ser paralela su obra a la de Dilthey, queda excluida toda coincidencia y que dicho paralelismo «sólo significa estricta correspondencia». Con absoluta certeza Ortega y Gasset dice: «Sólo dos pensamientos paralelos pueden estar seguros de coincidir materialmente nunca, porque les separa lo más fundamental: un punto de arranque distinto y distante, porque enfocan, desde luego, el problema a diferente nivel, uno más avanzado y pleno que otro¨ (5).

(cit.5) La correspondencia entre Dilthey y Ortega consiste en que ambos sienten la vida como problema filosófico. Pero lo que en Dilthey es una simple y opaca «intuición del vivir», casi una fórmula literaria, en Ortega es una comprobación de la vida como «realidad radical». Por otra parte, su estructura es plenamente iluminada por el descubrimiento de la ¨la razón vital¨, lo que no pudo hacer la ¨razón histórica¨ diltheiana por no haber sido nítidamente formulada. Es más, se puede asegurar que esta última sólo ve a la vida de modo impropio, y esto quizás explique la «elocución etérea» y que se hace difícil de captar en Dilthey cada vez que se refiere a ese tema.

(cit.5/1) Ortega y Gasset ha tenido tierra, semilla y clima filosóficos propios antes del encuentro con el autor de ¨Introducción a las ciencias del espíritu¨. El conocimiento de la obra del filósofo alemán dejó en Ortega, por razones simplemente técnicas, una justificada nostalgia intelectual. A eso se reduce todo su influjo. (5. op. cit. págs..165-214). Una lectura de ambos filósofos, realizada con espíritu científico, confirmará que se acercan en la exterior acuñación de ciertas frases y que en sus contenidos rigorosamente se alejan.

Como se ha dicho, la vida no es un drama al cual solamente asistimos. Es un drama en el que tenemos que actuar. Estamos obligados a decidirnos a ejecutar nuestro papel, porque en realizarlo consiste el sentido de nuestra vida. Resulta incuestionable que no podemos transferir la parte que nos toca en ese drama para que otro la resuelva con su actuación. No podemos hacer tal cosa, ya que los problemas personales, los de nuestra vida fundamental –nuestra, y no de otro-, nada más pueden ser aclarados desde el ámbito del propio e intransferible vivir. Hay que resolverlos con propiedad. Esto es, desde lo propio y personal. La vida humana sería muy cómoda –sería comodidad y no drama- si pudiésemos trasladar a otros nuestros problemas para que los resolviesen. Pero, indefectiblemente, es en la intimidad donde éstos adquieren la clara luz eternal de una certeza.La Filosofía es ese acto personal, íntimo –interiorizado- mediante el cual se busca respuesta al problema de nuestro vivir. Es un conocerse-a-si-mismo. Es un conocer ligado a la mismidad. En el conocimiento no hay una dualidad sujeto-objeto (6). El hombre está frente al objeto cuando lo desconoce; se enfrenta a él cuando intenta conocerlo. Desde que lo conoce, lo interioriza -lo mete en su interior-, consigue mismizarlo. Ahora el objeto es su conocimiento, algo suyo -propio- que consiste en «estar» y en «ser» dentro del hombre. Está «unido» a la idea en el Espíritu. Y es en esa unión en que aún persiste el recuerdo del estar fuera y del estar ausente de la interioridad cognoscitiva. Porque el objeto -hay que tener cuidado en «verlo claro» (7), cercenando toda sombra que lo oculte- sólo por el conocimiento (por ese acto humano del conocer) queda interiorizado; ya que, por lo demás, su radical forma de «tener ser» es estando «fuera», frente al hombre y radicado en el mundo, que le agrega el sentido de su radicante objetividad (8). Porque el mundo que «lo sustenta» es objetivo, se revela su condición fatal de objeto -siempre limitado a ser éso y no aquéllo  de esencia diferente-. La rosa no será nunca estrella, por ejemplo. Ser cosa es no poder salir de lo óntico hacia otras posibilidades. El objeto está encerrado en sí mismo. Es tal condición permanente -invariable- lo que permite que el  conocimiento pueda hacerse con el objeto. En la Física cuántica, por ejemplo, empeñada en contener en ecuaciones de claridad cognoscitiva.

(cit.6) Conocer no es «poner debajo», sino «poner dentro». Encerrar o sujetar en la intimidad del hombre al objeto. Comprender su radical objetividad.

(cit.7) Las palabras teoría e idea (del gr. theorín y eido, respectivamente), evidencia (lat., de un tipo evidere) llevan implícitas el sentido de ver. Las teorías y las ideas son, pues, operaciones que la mente realiza para llegar a la evidencia de las cosas, de la vida o de Dios. En fin, esas voces están señalando claramente el uso «visual de la inteligencia» (Zubiri). Esto es, son vocablos que nacen del operar de la razón, surgen del Espíritu. La región del Alma tiene sus voces: instinto, intuición, pathos, etc.

(cit.8) Con todo nuestro «querer ser» buscamos el Ser Absoluto; pero desde el conocimiento científico lo único que se nos muestra son los objetos, los múltiples objetos que en nuestra existencia tienden a convertirse en objetos absolutos, hasta llegar a ocultarnos el Ser Total ansiado por nuestro conocimiento. La abundancia de objetos en el mundo es el primer obstáculo para nuestra intelección del ser. Sin nuestro viaje hacia el Ser.

Lo Microfísico, los cuantos de acción, descubiertos por Planck, no están sujetos a leyes de causalidad estricta -como están los objetos del Macrofísico-, pero siguen, por decirlo así, unas leyes estadísticas; es decir, hay en su «comportamiento» leyes de frecuencias que nos permiten avanzar, por lo menos, una predicción del resultado probable de una acción. De no existir algo con carácter de permanencia en ese mundo de lo Microfísico (algo invariable), la extraña mutación de los cuantos -a veces, en corpúsculos, y otras, bajo distintas condiciones experimentales, en fenómenos ondulatorios (9)- no permitirían al físico el conocimiento de su estructura.

Imaginemos un vaso que se transforme en piedra, estrella, rosa, y otra vez, en vaso, y así continuamente; la «realidad vaso», en esas condiciones, sería, sino imposible, de dificilísima captación para el hombre. Si un simple dualismo en el comportamiento de los cuantos ha puesto a tambalear el conocimiento, por demás extraordinario, de la Física actual, ¿qué sería del conocimiento humano frente a una realidad tan cambiante como la que hemos imaginado?

Vemos, pues, que una realidad para ser conocida -ya sea cosa o fenómeno, humana o divina- necesita ciertas notas permanentes que nos conduzcan a identificarla.

Se equivocaba Heráclito -se equivocaba con estilo profundo y poético- al considerar que el río no era el mismo porque variaban sus aguas; no caía en la cuenta que la realidad objetiva río no depende del paso de las aguas, o de que nos sumerjamos o no en ellas, como la realidad hombre -realidad dramática, por eso totalmente diferente a la de un río- no depende del pasar del tiempo (y eso que el tiempo es «decisivo» en el hacer del hombre y no, es evidente, en las cosas) ni de su irse perdiendo en la fluencia de su misma vida temporal, ni de que esté triste o alegre. La realidad del hombre se centra y se explica, como ya hemos dicho, por su religación. Heráclito creía (porque de una bellísima creencia se trata) que las  variaciones accidentales de una cosa hacían que ésta ya no fuese. Y lo que la transformación da es ese «estar fuera» que es consubstancial a la cosa, siempre desnuda y ofreciéndose a la mirada que realice el gesto creativo de verla.

(cit.9) El llamado «dualismo de ondas y corpúsculos». I p.q.39 q.14 a 4.

Notamos el cambio en el río, en la flor, o, emocionados, en el color del pelo de la mujer amada, porque estas cosas son ellas mismas y no otras. Y son porque permanecen en una irrefrenable objetividad. Lo que cambiaba en el río de Heráclito era parte de su contenido; a él llegaban aguas distintas, turbias o claras, pero llegaban aguas, y el río seguía siendo el mismo por su cauce, por sus aguas, sus márgenes, y era este río el Illisos, o cualquier otro río de Grecia, porque estaba situado en un preciso sitio de la geografía (10) en ese sitio y no en otro, y esa objetividad radical o mundo revela definitivamente la prístina realidad (en este caso, el río), que, no obstante las variaciones accidentales en el curso de sus aguas, «es» plenamente el mismo río que a Heráclito se le escapaba hacia lo no existente.

Lo que varía en la flor es lo accidental en ella: su color, o acaso, el poderío invasor de su perfume. Más aún -y con ello no queremos ocultar lo evidente, sino tratar de «ver más allá»-: la flor que muere no deja de ser ella misma. Es, por haber muerto, flor muerta. Pero «es». Y es que ninguna cosa ingresa en la nada. En la frase procedente de la química: «nada se pierde, todo se transforma», hay mucho más contenido metafísico del que pudiera sospecharse. Es evidente que ninguna cosa ingresa en la nada. Ningún objeto de la creación -infinito, porque es- puede resolverse en nada.

La nada es una realidad cuya primaria condición es oponerse a que en su seno ingrese algo. En la nada real ninguna cosa que es puede hallar su ultimidad. A la nada pensada, azorante y compleja realidad psicológica, llega la frecuente visita de la angustia del existencialismo. Quienes luchan y teorizan, juegan con fantasmas sentimentales y teoréticos, se encuentran de bruces con el absurdo y la nada psicológicos. El existencialismo angustiado -que es mucho más literatura decadente, que filosofía- está en un callejón sin salidas. Se ha encerrado en el mundo de las metáforas –por cierto, en gran medida irracionales y mecánicas- que lo angustia. Ha desplegado el poder de la palabra angustiadora (11).

(cit.10) Lo que le sucedió a Heráclito fue que se inventó un río abstracto: éste no tenía las notas objetivas de los ríos reales. Su río era al tiempo; la temporalidad manifestándose de modo absoluto. Heráclito afirmaba la transformación y negaba la existencia.

(cit.11/1) En Camus se niega el sentido de cada acto; se le hace, de este modo, inconsistente. Se llega, pues, a la concepción de la vida humana vacía de toda ética. Con lo cual todos los actos humanos quedan abarcados en el absurdo. Sartre conserva esos actos; no toca el sentido de  éstos. Mantiene la vía del conocimiento  sinsentido y el absurdo ontológico. ¿Es posible que progrese una línea tan extremada de pensamiento?

(cit.11/2) Gabriel Marcel y el italiano Nicola Abbagnano presentan dentro del existencialismo un pensamiento menos angustiado. No obstante, en Marcel la esperanza nace como flor extraordinaria, del pantano de la desesperación.

(cit.11/3) Por su parte, Martin Heidegger mantiene un destino filosófico sin trocarlo hacia los complicados juegos literarios. La filosofía de Heidegger no es Existenphilosophie (filosofía existentive) a la manera de Jaspers, Sartre, Merleau-Ponty o de Camus. En ellos, la filosofía sólo llega a descripciones concretas –fieles a sus posiciones existencialistas- de las posibilidades que contiene la humana existencia. Se quedan en pura Antropología. La preocupación cardinal de Heidegger no es el hombre sino la del ser en su conjunto y en cuanto tal. Su análisis filosófico no va encaminado a alcanzar la ciencia del hombre, sino a la ciencia del ser que da la existencia. Sólo aquellos que creen que la Escolástica es la única filosofía no han querido darse cuenta de esta orientación o intentan restarle importancia. Martin Heidegger es un autentico filósofo cuyo tema es el ser, esto es, el principal tema de la Metafísica en la tradición filosófica.

Cuando el hombre no usa el lenguaje para aclarar su mundo, insensiblemente la palabra se le va haciendo turbia, en su capacidad enunciativa termina por alojarse el absurdo. Si la palabra se llena de objetividad de vivencias del mundo cumple religiosamente la función de hacernos convivir con las cosas. No es posible que en el lenguaje de las evidencias (palabras que ven cosas) llegue a empozarse la angustia con su ponzoña envenenadora de la serenidad del alma. Sin serenidad en las regiones del espíritu resulta imposible la contemplación y el conocimiento,

Es innegable que entre los existencialistas hay personajes geniales, poseedores de almas extraordinarias, pero los usos que hacen de las facultades intelectuales eminentes, no crean ni un pequeñísimo orden en el mundo. Y el Espíritu Creador está demandando unidad en la variedad de nuestra época, que, heterogénea en sus ideas y en sus sentimientos, carece de unidad de estilo de vivir. No es una. No es una como lo fue el Medioevo o el Mundo Griego después de Sócrates y hasta la  aparición de la soldadesca romana, instrumento oscuro, pero eficaz para la creación de un nuevo orden en el imperio.

Vivimos en una época extremosa y escindida en  la inteligencia y en los sentimientos, llega al extremo de muchos conocimientos artísticos, físicos, antropológicos y filosóficos y, no obstante, no es capaz de unificar su poder creador. Avida de cultura ejemplar, derrocha caudales de actividad dignos de mejor suerte; pero no consigue ordenar su Alma y su Espíritu. Vive bajo el reinado del Absurdo y Sus profetas: Marx y Sartre.

29

Asistimos a una hora en que el libertinaje impera y la mentira ocupa el puesto de la verdad. Cuando el hombre quiere ser lo que el otro es (recordemos a Simone de Beauvoir  renegando de su sexo y, concretamente, de las funciones de sus ovarios, por considerarlos una esclavitud) está alterado y enajenado.

El hombre puede -y debe- meterse metódicamente en «lo otro», intentar acercarse a lo extraño: para amar, para conocer, para disentir o aprobar, en fin, con miras a que su vida se acerca con las vivencias de lo ajeno. Pero, al realizar su excursión, ha de conocer perfectamente sus fronteras. La libertad del hombre no es absoluta; no puede ser, por ello, todo lo que imagine su mente ni todo lo que su deseo determine. No llegará a ser, por más que se aferre a esta idea, una piedra o un río. Si tales ideas lo mueven a actuar, es que ha ingresado en la locura. La libertad humana no es omnímoda, es más bien, una sana libertad determinada por el orden. Puede el hombre elegir, en un momento de falta de cordura, el desorden, pero entonces su libertad naufraga en los males de la sociedad alterada y quiebra, con su desmán, la libertad de otro.

Así como la montaña tiene un ser que la limita, que la recorta con precisión y claridad en el mundo, tiene el hombre, por su parte, «un hacer» que lo determina (que acalla sus oscuras ansias de dispersión) y que lo compromete a una vocación precisa: hacer su propia vida. El hombre está condenado a hacer algo –lo que sea- con ella.

Pero la vida humana está ordenada por Dios. Dios es fundamentalmente orden. El Diablo es, a su vez, el desorden: mundo de las apariencias y de las falacias. Dios es el orden del que irradia la Certidumbre Absoluta. Sólo en Dios, aunque resulte paradójico, consigue el hombre su absoluta libertad. En la entraña de Dios se mueve en el orden eterno. Es en la única realidad en donde se es libre ilimitadamente. Dios es una ley de infinita bondad en su esencia. Sacó de sí la ley del límite y la dejó en el mundo para que el hombre ejerciera su bondad. Cuando la soberbia del hombre no respeta esos límites -esto es, los viola, y de ahí la violencia-desata sobre el mundo el error y la maldad. Porque tenemos límites, podemos alcanzar la substancia del bien. Porque aceptamos esos límites, somos morales.

El hombre fáustico (12) de hoy ha rebasado sus límites. Ni el Macrofísico ni el Microfísico pueden sujetarlo. Dueño de una técnica eficaz, ha ensanchado su dominio sobre la naturaleza. Y ha trasladado a la máquina lo que era destreza y deber de la mano, y ello impone a la dinámica social un mundo de obreros. Queda, con la industria organizada, fuera de posibilidades creadoras la artesanía. La habilidad de la mano fue hasta ayer una destreza y una moral. Con sus manos adiestradas el hombre soñó hacer la obra bien hecha, bajo el dominio de la disciplina. Hoy el rigor, la exactitud, pasan a ser dominios del Técnico. El los trasladará a la máquina. Los obreros de nuestra época, en cambio, viven en un vacío moral. No están acordes con la obra que realizan: no la sueñan y tampoco la sienten en su espíritu creador; la ven lejana y extraña a ellos. Ese estilo que lo une al objeto. Por eso no es feliz en el mundo industrial, aunque sus promotores se empeñan en mejorar sus condiciones económicas e higiénicas.

(cit.12) Cf. OSWALD SPENGLER: La decadencia de Occidente, Madrid, 1946.

31

El artesano veía salir de su trabajo, perfectamente planeado, los objetos de uso doméstico. Esos zuecos fueron el desvelo de un día en que imaginó la perfección. En esa silla dejó impresa, y mejoró, una larga y acertada tradición de ebanistería. La era de patrones que vivimos, impone «patrones» a la industria. El industrial se siente seguro y satisfecho cuando logra establecer que sus productos siempre sean iguales: ni mejores ni peores. La calidad industrial está prefijada; hay que mantenerla en cierto relativo nivel para que resulte gananciosa. La ganancia es su ley. Y los millones son el dios prepotente al cual se encaminan sus esfuerzos. Cuando el hombre no busca a Dios se ve urgido a procurarse cualquier cosa para sustituir el vacío religioso de su alma.

En nuestra época, como hemos visto, los atributos de la mano han pasado a la maquinaria. Ella libera al obrero de pensar, mas no le deja la satisfacción de sus conquistas. No se vaya a pensar que somos espíritus en retroceso, anhelosos de que el pasado regrese. No lo queremos alojar en nuestro presente. Ello sería insensato y absurdo. Pero añoramos, no cabe duda, aquellas finas formas del bien, de la verdad y de la belleza, que tan fecundas han sido en los momentos de plenitud de la cultura. Somos hombres de hoy; pero no queremos (nuestra obligación moral lo impide) adscribirnos a la locura reinante en esta época. Pensamos que tantos desaciertos deben ser superados.

Creemos que a esa crisis del Espíritu Creador en el mundo actual, ya que de eso se trata este ensayo, debe Hispanoamérica buscar una solución. Los hispanoamericanos estamos en la cultura y tenemos cultura. Lo que no conseguimos hasta ahora es realizarla plenamente. Preocupados por hacerla americana, nos vedamos la viabilidad de perpetuarla universal. Hemos preferido la cultura en la parte (en el ámbito americano) y desechamos, por imprevisión provinciana, realizarla desde el todo -esto es, bajo los amplios aires del universo- Nuestro esfuerzo no ha llegado a producir, ni aun en lo pequeño, nada con fecundante validez universal. Repudiamos lo hispánico, bajo el pretexto de salvar lo nativo -«lo original»- y hemos caído, en la servil imitación de lo extranjero. Olvidamos que la lengua condiciona, en gran medida, el devenir de la cultura y sus bienes y, por eso, hemos descuidado hacer preciso nuestro idioma, para que siendo un instrumento lindante con la perfección expresase ideas con vocación de eternidad. Preferimos leer a Balzac y no a Cervantes, y se advierte, a las claras, que de ese desvío no surgió, como era natural, una novelística. También se ve nítidamente que llegamos al más bajo estado de degradación moral, y por ello insultamos y rechazamos gratuitamente los bienes creados por el esfuerzo, generoso y caritativo, de nuestros hombres de genio. Adoramos al poeta segundón de otras lenguas y apartamos de nuestra lectura al que en nuestro idioma aumentaba el caudal de belleza.

Alejados de nuestra herencia cultural y de las leyes devinientes de nuestra civilización, hemos vagado pordioseando en el estilo de pueblos ajenos lo que podíamos tomar -y antes que nada, hacer surgir-  en las nativas fuentes de la común cultura. Es cierto que ningún daño acaece si allegamos bienes culturales de otros pueblos -creencias literarias, estilos de pensar y sentir-, si tenemos el propósito de troquelarlos en los metales incorruptibles de nuestra propia vida histórica. Porque el que no bebe en las manantes normas de su tradición, nada genuino crea.

Por el idioma español nos llegan, sin esfuerzo, las claras luces de la cultura latina. Viviendo de las formas romanas de pensar también nos acercamos al venero de donde brota todo el orden occidental: la Grecia de los poetas trágicos y los filósofos. Siguiendo e incrementando, con el uso cuidadoso de la inteligencia, nuestra propia tierra espiritual, nos encontramos (libres de adulteraciones innecesarias y con plenitud) en el mar de la cultura superior y de todos, donde las actividades más nobles y las mejores creaciones de los pueblos van a confluir para imponer la norma de su excelencia. Si es cierto que los grandes pueblos, por ser tales, han de ser «comprendidos» en la Historia, no lo es menos que para llegar a esa epifanía  cultural, han de estar metidos, aunque vientos de vacilaciones preñen sus velas esperanzadas, en su propia historia. Es de tal que la Historia Ejemplar -serena con sus bienes- saca sus riquezas para abastecer las arcas permanentes de la cultura.

Pues bien: lo hispánico no es ni la América hispánica ni España. No es tampoco la suma de esas dos realidades históricas. Es un estilo fundamental de vida -por ello, necesario- que el Espíritu de Occidente y el Alma de Oriente han creado. Debemos tener la certeza de que es una forma de la Cultura General que conviene al desarrollo de cierto tipo de gente.

La gente hispánica tiene sus modos de soñar, de sentir, de crear, y sus particulares formas de creer. Estos modos y estas formas son los infinitos yos sociales que los pueblos deben perpetuar en su hacer. De tales modos de esos estilos de vida surte lo que hemos dado en llamar el carácter de los pueblos. Si nos acogemos, en una extraña preterición de nuestros rumbos culturales, a los modos franceses o italianos, por ejemplares que sean, lo único que ofreceremos es «vida traducida» y no «vida creada y vivida». Nuestro deber no es llevar más allá la cultura ajena. Ahora bien: cuando es necesario, traducir tiene un sentido moral y, por eso, provechoso (13). Pe ro ésa no puede ser toda nuestra finalidad. Es indispensable que nos ensimismemos, ya que estamos alterados, para poder llevar al cabo, en lo universal, el auténtico sentido histórico que nuestra vida demanda. El ajenado «deber ser» hispánico ha de encararse a su propio -y valioso- devenir histórico. Si tal hace, el invertebrado mundo hispánico, no sólo hay una España invertebrada, alcanzará su vertebración.

(cit.13) Es inmoral traducir obras carentes de interés humano. Si observamos con cuidado lo que se traduce, se obtendrán los datos que nos permitan enjuiciar con certeza cómo es el clima moral de una cultura.

(cit.13/1) Ahora bien: traducir no constituye siempre, como puede  equivocadamente suponerse, un procedimiento inofensivo. Hay lapsos muy concretos en que ciertos hombres buscan en las traducciones la posible negación y exclusión de su genuino quehacer histórico y cultural. Se trata de un extraño deseo de llevar al cabo el suicidio de la propia cultura. Lo que se intenta es destruir nuestra experiencia, sustituyéndola por la experiencia ajena.

(cit.13/2) En la constitución de los individuos descastados que esto pretenden, se manifiesta doble impotencia: biológica y espiritual. En ellos, traducir es traicionar: no un texto, como reza el aforismo italiano, sino la nativa energía creadora de la raza. Ante ese estado de cosas hay que reaccionar enérgicamente para que se efectúe la salvación indispensable del legítimo estilo vital y del rumbo fecundante de nuestra cultura.

Por otra parte, España e Hispanoamérica son meros conceptos geográficos. Acaso, todavía, conceptos históricos que aguardan ser separados. Realidades que operan de modo fructífero solamente en la parte; más no en el todo. Lo hispánico es un «concepto cultural» que no tiene su «núcleo» en España y que tampoco puede tenerlo en Hispanoamérica. Hispánico es una fórmula de entendimiento histórico que ha llegado al desarrollo de su núcleo intelectivo con la simbiosis cultural -y biológica- de Oriente y Occidente. El hombre hispánico, por ser síntesis de la Historia, está obligado a producir bienes más intensivos que los europeos. Los modos de su vida histórica, pugna de Oriente y Occidente en su Alma y en su Espíritu (14), lo impulsan a que plasme esa síntesis y a crear formas ecuménicas de cultura. Tiene, es indudable, la vocación universalista; pero hasta ahora traiciona, demorando su destino, todo ese impulso de nuestra historia que con avidez procura la plenitud hispánica. Esto es, se resiste a crear -¿impotencia biológica acaso o incuria de su alma?- las formas de vida superior que el contenido de su historia está predeterminando.

Sabemos que el hombre hispánico es sano y que su constitución biológica resiste, sin doblegarse, las más graves penalidades. En la acerada alma hispánica han quedado grabadas, para ejemplo de pueblos, tantas actitudes heroicas. Somos capaces de idealidad: en Don Quijote tenemos la santidad del heroísmo abnegado. En el pensamiento, podemos alzarnos hasta la grandeza de Unamuno, de Ortega y Gasset y de Zaburí. Cuando de la santidad se trata, emocionados nos encontramos con la actitud contemplativa de San Juan de la Cruz, con el activo discurrir de Santa Teresa en la vida cotidiana y con la férrea y santa voluntad de un Ignacio de Loyola. Si volvemos la vista hacia las cumbres de la ciencia, vemos a Cajal iluminando, a  los paisajes del cerebro, a Gregorio Marañón poniendo el saber científico a transitar por la belleza sencilla de su clarísima prosa y a Menéndez Pidal, resistente tronco octogenario, ensenando con entereza su portentoso saber sobre la historia de nuestra Cultura. Y si pensamos en la crítica del humanismo, con Andrés Bello se inicia el progresivo desarrollo del saber filológico y lingüístico, con Marcelino Menéndez y Pelayo el conocimiento histórico, literario y estético queda ceñido a su gran estilo y con Pedro Henríquez Ureña el estudio de la búsqueda del ser y de la expresión de la América hispánica llega a fórmula de rigor socrático.

La aurora de la dignidad humana puede que esté asomando con ese presentido advenimiento de la conciencia hispánica. Se hace indispensable que nuestra cultura, universal como ninguna en estos momentos de la historia, diga sus palabras de plenitud. En ellas resonará, limpia y augusta, nuestra eterna hambre de Verdad  Absoluta. Y estarán ardiendo, en hoguera natural de fervores, nuestras mirras intelectuales más exquisitas y las purísimas mieles del alma, que serán sostenidas sobre el trípode de la Verdad,  el Bien y la Belleza. Tres valores mediante los cuales se revela un solo Dios Verdadero.

(cit.14) Abarcando este importante tema escribe el Dr. Eduardo Adsuara «un libro que posiblemente titulará Instinto y Libertad. Cf. del autor, en este número de la Revista de Filosofía, el ensayo «Notas sobre la crisis de la educación», págs. 3-11, y en el periódico El Caribe, de fecha 26 de mayo de 1957, pág. 14, el artículo «Naturaleza del arte».

(cit.14/1) Por otra parte, consideramos oportuno señalar que la pugnacidad de las «dos Españas» ha sido una oscura dialéctica por la unidad del Alma oriental y el Espíritu occidental de Hispania. Esa pugna de la escindida vida hispánica adquiere proporciones trágicas con la torpe –y, por demás, ciega- voluntad de hispanoamericanos y españoles de diferenciarse de modo radical en la cultura.

(cit.14/2) Vaya también esta aclaración -la turbidez de nuestro momento obliga a ello- no sustentamos una ¨ tesis política¨, sino una «tesis cultural».