Por JOSE EMILIO GONZÁLEZ

Ex-Catedrático de la Universidad de Princeton, New Jersey

Muy poco sé sobre letras dominicanas, pero quiero decir

algo en torno a este bellísimo poema El héroe, cuyo autor es

Franklin Mieses Burgos, y que me llega por cortesía de Esther

Campos. Hermosamente publicado en la Colección «La isla necesaria» (Santo Domingo, 1954), El héroe refleja la alta calidad de la creación poética que se ha logrado en la nación hermana. Mieses Burgos se revela como un adelantado de la vanguardia espiritual de nuestra América.

Dividido en dos «sueños». este «poema con intención escénica», propone la cuestión gravísima que aflige al hombre contemporáneo: el choque entre su libertad existencial y la heredada concepción de un cosmos, en el cual el sujeto humano debe integrarse, so pena de aniquilación. Es el viejo dilema entre la metafísica del ser y la antropología filosófica de la persona, tal como la vemos desarrollarse desde San Agustín. Pero Mieses Burgos parece desechar la venerable tradición cristiana, para acogerse a los reales de la última palabra sartreana:

«… Yo sólo sé una cosa

terrible y ésta es: que el hombre es un fracaso de la naturaleza. ¡Una creación a medias en la que sólo cabe la angustia de existir!»

dice Cibelión a Diotima. Y antes ha contestado al coro: «¡Bellas palabras huecas con las cuales la mente pretende rellenar la inmensa vaciedad de la existencia humana! Porque sin duda alguna, ¿no habré sido yo acaso mi propio forjador? Si soy ha sido sólo porque alguien lo ha querido,»

El conflicto no se disuelve, porque El Arquero-representante del orden universal- mata a Cibelión. Diotima en su duelo expresa la interpretación de la tragedia clásica:

«¡Ha muerto, sí, ha muerto!

¡Ha muerto asesinado por el mismo que arranca los ojos a los pájaros, por el mismo que roba manzanas imposibles al sueño de los niños y coloca su mano de sal envilecida alli precisamente donde la dignidad no es una voz vacía sino un gesto de sangre perenne y verdadero, una actitud viril, cuya raíz heroica a todos nos define…»

Sin embargo y aquí está lo de nuestro tiempo no se satisface con esa definición. Interroga al misterio mismo de la muerte:

«¿Por qué ha de ser la muerte el único destino terrestre de la especie? ¿Por qué ha de ser la muerte el final de la vida, el término cabal, si ella adviene tan sólo cuando alguien la nombra desde la opuesta orilla donde la vida es sólo realmente lo que existe, lo que es plenamente?»

Y así, Diotima, al cabo, se solidariza con el punto de vis ta expuesto por Melandra, al principio:

«La vida no es la muerte. Pero ella la inventa.

La forja a su manera para constituírla en la faz negativa de su propia contraria.

Para hacer de sí misma lo que es: otro aspecto, el oscuro, el que niega. Pero no: es lo mismo».

La identidad esencial de vida y muerte deja en pie la pregunta sobre el fundamento de ambas.

En el primer «sueño», Melandra, esclava, y Critis, una dama extranjera, dialogan ante las ruinas devastadas por el incendio de una ciudad griega. La revolución, dirigida por Lu temia, el Gran Maestro del templo, ha destronado a Cibelión, el joven rey, para quien la muchedumbre como para Platón es «la eterna hidra de rostro innumerable». Cibelión odia» lo irresponsable del núcleo colectivo». Proclama la soberanía de su individualidad:

«Yo soy precisamente la actitud que te niega. El libre gesto humano que se alejó de ti desde el instante mismo de nuestro advenimiento

Yo soy la libertad. Y tú, la esclavitud».

Lutemia lo derrocó, porque, según Melandra, «sabía en donde estaba el punto vulnerable…» del príncipe. Las dos mujeres enamoradas de éste discurren sobre el amor y la muerte. Los guardias del triunfador se las llevan para el verdugo.

El segundo «sueño» se desarrolla en un bosque «de aspecto eterno». Un coro de campesinos anuncia que «seremos los testigos» de una pugna entre dos mundes: «Dos formas de existir que luchan frente a frente». La caza del hombre, por las potencias cósmicas, está a punto de empezar. Cibelión llega «en actitud de asombro» e interroga a los dioses:

«¿Qué mar es que no muerde su propia primavera? ¿Cuál cielo no retiene para su propio goce la desvelada luz, azul de sus estrellas, si está el amante atado de amor a lo que ama, como lo está el cautivo de horror a sus cadenas?»

En la naturaleza, tan sólo el grito del hombre «es libre como la inmensidad». Ese grito podría «desatar en su impulso el nudo milenario que sujeta a los ecos que duermen en la entraña más honda del silencio». Mientras tanto:

¿De estas mudas estatuas caen y se levantan mil veces repetidas en torno mi impotencia?»

opone El coro describe la milenaria del dado ya, acabado su perfección:

¡Logrado hasta en exacto de medida

geométrica de un cuerpo de densidad probada! ¡En nos queda la gloria existir!

¡De ser para nada!»

Cibelión añora por un instante «la fe de antiguos tiempos.»

existencia Donde sólo los dioses, desde lo mandan».

Añoranza que explica en hombre contemporáneo tantos gresos a los seguros rediles instituciones multiseculares. ro el destronado monarca acepta realidad:

«Hay que ser solamente lo hemos sido somos. ¡Un hombre! Que es mismo que decir: ¡Una angustia!

Un total desamparo…»

Realidad heterogénea la trama cosas objetos: «¡Por que somos distintos a naturaleza aquello nombramos!» El coro sigue defendiendo los fueros de sabiduría tradicional:

«El problema del hombre no es ser libre esclavo. Es saber que quiere conseguirlo al»¡El mundo sólo existe para quienes mienten! Y lo que existe, existe porque uno palpa».»

Pero adopta una postura moderna, cuando añade «Lo dual no tiene ya sentido, es la masa lo que edifica y piensa». Sirvan estos ejemplos para dar una idea de las antítesis del diálogo

En lo que podría haber sido el tercer «sueño», Cibelión y Diotima, en intercambio angustiado, ensayan concebir la noción del hombre:

«¿Quién eres tú que vienes solitario golpeando

con el furioso puño cerrado de unas lágrimas

los oídos de un mundo de viejo ensordecido

para el clamor del llanto?»

comienza la campesina. El ex-rey da entonces su definición del hombre como «fracaso de la naturaleza». Diotima le señala su precariedad:

«… no ves que hay una muerte mirando desde el aire; una muerte que sabe cavar hasta el abismo más hondo de los ecos; una muerte que sigue como un perro las huellas más leves de tus pasos?»

Cibelión da paso a la muerte, pero es para transformarla en estadio de su propia vida:

«…¿Por qué quieres ahora que abandone mi sino, que huya de mi muerte,

si tendré que morirla yo solo únicamente donde quiera que vaya? ¡Una muerte esculpida a la justa medida

de mi propia estatura…»

Confía en su absoluta libertad:

«¡Adentro de mi tengo todas las nobles formas del mundo libertadas!

¡Seré mi propia torre! ¡Mi mismo monumento erguido en el desierto…»

En este instante de ambición suprema, llega El Arquero y lo hiere de muerte:

«Merecido lo tiene mil veces merecido. ¡El quiso quebrantar el orden de una forma de viejo establecida!»

El poema llega a su fin con las siguientes palabras proféticas del coro:

«Oimos el estruendo de un orden que se quiebra.

De un orbe hecho pedazos que cae pesadamente.»

Sugiere así el despedazamiento de la concepción consagrada del universo y la redención del hombre por la tragedia.

Como en una pirámide triangular, se unen aquí lo filosófico, lo poético y lo dramático. Es curioso que se omita la cosmología científica y el autor se refiera solamente a los anticuados cánones griegos. La alternativa a una ontología sustancialista es, para Mieses Burgos, una antropología existencialista. Se proyecta una metafísica desde la piedra de toque de la libertad del hombre. En lo social, se condena al colectivismo y se exalta la individualidad, sin entrar en los problemas que plantea una solución anarquista. La muerte es el sacrificio del sujeto humano ante el altar de la naturaleza, pero es al mismo tiempo la raíz de su dignidad. La muerte no es otra cosa que un tránsito en la vida, hacia un «nivel perenne y verdadero». Esta última idea, de ascendencia platónica, no se puede reconciliar con un absolutismo existencial.

El logos filosófico entorpece en muchas ocasiones al movimiento de lo poético. No hay que olvidar que éste obedece a su propia lógica interna, la cual no siempre coincide con el hilar de la razón. ¿Qué hay de poético en lo siguiente?:

«La muerte adviene siempre como un contrasentido. como una idea opuesta a lo significado en su propio concepto de negación total».

Sin embargo, una idea abstracta la del yo libre-puede en contrar fecunda corporeidad poética:

«¡Yo soy el que construye los venablos de fuego que llegan desde el sueño! ¡El iluso que aguarda la rebelión del nardo valiente y la azucena, frente al ángel que siega con su mano de muerte las estrellas más altas, el que destruye el ala sonora de la alondra y humilla la violeta, el ángel de la muerte de todas las palomas!»

A pesar del espeso contenido filosófico, podemos aseverar que se trata de un poema, no sólo porque la dicción es bella sino por que el hálito de exquisito lirismo que hay en muchas frases, por sus imágenes impresionantes (p. ej, «la insana flor del odio», «isla sola sin fondo donde nadie pregunta», «con el furioso puño cerrado de unas lágrimas»), por el ritmo versicular de las lí neas y por el ambiente lúcidamente tierno del todo. Leyéndolo recordamos a Homero, a Esquilo, a Sófocles, a los salmistas y a García Lorca y a Pablo Neruda.

El dramatismo de la pieza no proviene de la posibilidad de representarla en un tablado. Es muy probable que para convertirla en teatro habría que imprimir mayor movilidad a los personajes si así pueden llamarse. Prácticamente no hay acción, y aunque Maeterlinck hizo prodigios con la escena estática, no estoy cierto de que al público de nuestros tiempos le gustaría ver esta obra. El dramatismo es interior. Lo es porque el antagonismo de las actitudes es un eco del antagonismo de las ideas. Melandra, Critis, el Coro, Diotima y Cybe lión son símbolos. Y lo es también porque, a fin de cuentas, todo este entrechocar sucede en el espíritu del poeta: son sus propias fuerzas hostiles las que se revelan. La magnificencia de los versos recitados, el pathos de los sentimientos, y la metamorfosis continua de las estructuras expresionales no bastarían pa Ta constituir El héroe en teatro.

Prefiero, por lo tanto, leerlo y gozarlo en la poética edición impresa de «La Isla necesaria», con una viñeta de Aída Cartagena y tres grabados imaginativos de Gilberto Hernández Or tega. Este fruto transparente de palabras es un cristal arco iri sado de hermosuras. Con él, Franklin Mieses Burgos nos anuncia el esplendor meridiano de la poesía dominicana. Su voz puntea el tramonto de esa poesía, como «el ala sonora de una alondra» por los cielos de América.